El demonio a mi lado acecha en tentaciones como
un aire impalpable lo siento en torno mío; lo respiro, lo siento
quemando mis pulmones de un culpable deseo con que, en vano
porfío. Baudelaire
Existía en la antigua China un emperador llamado Ming Hwang
que concedía a las mariposas el derecho a escogerles los amores a las
jovencitas.
Yo ese derecho no se lo concedería a nadie, ni siquiera a
unas bellas mariposas. Pero tropecé con mi madre, a la que le encantaba hacer
el papel de Celestina y quería a toda costa encontrarme un novio, casarme de
nuevo.
-Mi hija, tienes que buscarte a alguien, rehacer tu vida. No
olvides que muy pronto cumplirás los cincuenta. Necesitas un nuevo matrimonio.
No quiero irme y dejarte sola.
Supervisaba mis papeles, revolvía mi bolso, curioseaba en mi
agenda. Organizaba mi vida con sus tejemanejes. Yo no quería volver a compartir
mi vida con un hombre. Todos quieren las mismas cosas, los mismos sacrificios.
Pero un día ocurrió algo que a ella le vino como anillo al
dedo y no perdió la oportunidad.
-Tienes que ir allá, porque ese hombre no para de quejarse.
-¿Qué le pasa ahora a tu inquilino?
-Dice que tiene humedades en la casa y que tenemos que
arreglarlas.
Y aunque me chiflaba ir a La
Palma traté de
disuadirla, puse objeciones. No estaba animada. Pero insistió e insistió y
recurrió a lo mejor que se le da, que es dar órdenes y organizar la vida de los
demás.
Cogí el primer vuelo del sábado con destino a la
Isla Bonita.
Manfred no era una persona de las que pasan desapercibidas.
Era alto, delgado, blancuzco, con ojos azules y una boca muy provocativa,
tendría apenas treinta años. Aquel día me recordó a Troy Donahue, aquel
protagonista de la película Parrish. Una película que causó estragos en los
años sesenta y que mi madre aún seguía viendo y suspirando. ¡Cuánto le gustaba
vivir de sus nostalgias! Compartirlas conmigo. Disfrutar de la misma película
una y otra vez.
Nuestro inquilino era el clásico alemán, loco por investigar
las especies botánicas de la isla y estaba tan entretenido con su trabajo que
se había resignado a vivir con las excusas que le había puesto mi madre para
demorar los arreglos. Había trasladado la cama, las sillas, una pila de libros,
un aparato de música y macetas con plantas verdes a la única habitación donde
no había goteras. La casa olía a humedad y a tierra mojada.
-Después de las lluvias esto se ha puesto muy mal y le
agradezco el esfuerzo que ha hecho, el venir hasta aquí para ayudarme.
Su español era bastante bueno y hablaba correcto y con
dulzura. No me quedó más remedio que darle la razón a pesar de que la
reparación iba a ser costosa y estábamos en plena cuesta de enero.
Lo puse en contacto con albañiles y fontaneros y quedé en
abonarle el importe de los arreglos. Entonces agradecido me invitó a cenar,
presentía que no debía aceptar pero como él insistió… Además debo confesar que
-aunque las emociones se endurecen con los años- mientras él me hablaba sentí
una violenta agitación y una sensación de fiebre en mis mejillas.
No lo pensé. Llevaba dentro las voces de mi madre, esas
voces que me alentaban a soltarme el pelo. Cambié mi vuelo que salía aquella
misma noche por otro para el día siguiente.
-Está bien, acepto.
Y me llevó a Tazacorte, “a un lugar más cálido y acogedor”,
eso dijo. Por un momento pensé que igual en cualquier momento dejaría nuestra
casa para irse a vivir a la costa. Pero me tranquilizó cuando me explicó que le
gustaba El “Paso” por su proximidad a la masa boscosa, por sus petroglifos
guanches, por la
Caldera de
Taburiente…
-¡Por la amistad! -brindó juguetón, mirándome con avidez,
mientras levantaba una copa de vino en un restaurante que estaba ubicado justo
en la orilla del mar.
Desprendía tanta fuerza, tanto magnetismo que me sentí
segura con él y como si fuese una colegiala mi corazón empezó a latir. Nunca
había experimentado esa sensación con ningún otro… Pero me dio miedo, apenas lo
conocía y no quería que pensara que era una conquista fácil. Sabía que algunas
veces las amistades duran el tiempo de beberse una botella juntos. Además había
salido de una relación negativa y mi gran temor es que me ocurriera lo mismo.
Así que sobrevolé la escena que estaba viviendo y desvié su
mirada.
Durante un rato contemplé el juego de las olas, el eterno
flujo que sube y baja como un escarceo sexual. Necesitaba protegerme. Me volví
mística.
Pero él no paraba de hablar, era muy dicharachero y yo
estaba tan hechizada con su presencia que pensé que igual sabía amar con
locura. Devoré la cena y bebí y bebí de aquel vino tibio con sabor a tea,
cuando de pronto rozó su mano con la mía, mientras me proponía que fuéramos a
su casa para escuchar música. Me estremecí.
Había sido un día intenso y por un momento mi vida era
intensa. No sabía que decirle, indecisa y nerviosa sentí que me estrechaba
entre sus brazos con una emoción particular. Y sentí cómo su mano subía a mi
cuello, cómo acariciaba mis pechos lentamente, cómo su mano bajaba a mi sexo.
No fui capaz de negar su propuesta.
Además no quería malograr la pasión, no quería que el
momento se estropeara por la timidez, ni por culpa de los fracasos y de los
miedos que me habían inculcado en mi adolescencia.
Mi cuerpo ardía de deseo y disfrutaba sabiéndome deseada. Me
complacía que los ojos de Manfred no se apartaran de mi cuerpo.
Pero por razones que no entendía, no podía hacerlo.
Pintura: Inés Melado, Fotografía: Andrés Brito
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