A Mariló y Ángel Gustavo
Hacía
tiempo que la poeta Mariló Álvarez y el pintor Ángel Gustavo Cabrera Mujica nos
habían invitado a su casa de Cantabria, y por fin este verano pudimos disfrutar
de la casa, de andar por las calles y las esquinas, de recorrer ese terruño en la que ella nació
y vivió hasta que se casó y, por el que tiene verdadera pasión. Llegó el
momento de admirar la casa grande con alacenas, doseles, tapicerías de
estilo antiguo que ha acogido a varias generaciones, la casona de Lamadrid situada en un caserío
del municipio de Valdáliga.
Una casa
que se remonta a mil ochocientas ochenta, cuyas paredes gruesas están
revestidas de piedra y de retratos familiares, así como de obras de diferentes
etapas pictóricas de Ángel Gustavo. Una casa con aspecto casi misterioso, con
olor a perfumes densos. Un caserón rodeado de una intensa vegetación con vistas al mar y a la montaña, de
chalecitos nuevos y antiguos entre terrazgos y pajares, de vacas pasiegas o tudancas, campurrianas
o lebaniegas, de color
blanco o de oro viejo. Vacas que nobles se nos acercan a saludarnos entornando
sus ojos humanos. Un lugar desde el que se oyen balar ovejas o cabras a la
eternidad.
Un
paisaje lleno de encanto melancólico realzado entre montículos y prados largos,
largos como si más allá hubiese otros prados y otros y otros, tanto que al
observarlo llegas a entender por qué nuestros antepasados disolvían sus vidas
entre las pequeñas cosas verdaderas. Llegas a entender la moda de los hippies
que se instalan en una comuna en medio de la naturaleza.
Mi amiga
Marilo se mueve por esa gran casa de tres plantas de una forma activa y sensual
y nos cuenta anécdotas personales, vivencias del lugar. Le encanta hablar y
hablar y hablar de sus antepasados, de libros antiguos y de libros grandes y
pequeños que heredó de su bisabuelo y, que conserva como lo que son un tesoro. Siente
la necesidad de evocar, con todo lujo de detalles, aquellos instantes en que su
abuela le leía cuentos. ¡Y qué bien los relata! Se pone en situación, y con aire
serio y solemne, tanto te rememora un cuento, como de una caja que contiene muchos
secretos, te muestra una de sus joyas: una estampita escrita por ella a un amor que
confiesa platónico, un amor de adolescente. Su deseo por contar es muy fuerte,
arrollador, y nosotros la escuchábamos sin parpadear, mientras, entre las
sombras del jardín, la silueta del limonero agitaba sus ramas, participaba de
la reunión.
Sí, a
través de la ventana, el limonero nos acompañaba de día y de noche cuando
sentados en el comedor contábamos historias junto al fuego de la chimenea y, entre
vinos y platos de la tierra, hablábamos de todos los temas habidos y por haber,
de los terroristas islámicos, la Justicia que debería ser igual para todos, de
los seres humanos y de los complicados que somos. De las fuerzas demoniacas e
incluso de oraciones supersticiosas.
Repasamos
la literatura actual y la pintura de Ángel Gustavo y yo recordé la serie de Las
Venus en donde el pintor crea mujeres hermosas de largas piernas. Busca la
verdad y la belleza. Mujeres perfectas,
irresistibles, cuya perfección hace florecer el deseo y las pasiones.
Íbamos
pasando de un tema a otro y, como decía el cantante Sabina, nos dieron las doce y la una, y las dos y
las tres. Y a esas altas horas terminábamos hablando de gastronomía y salió
a relucir el tema de los animales, de los toros y de las ferias. Analizábamos
los argumentos en pro y en contra de la tauromaquia, y casi sin darnos cuenta
nos encontrábamos en los centros de matanza de animales o en los laboratorios,
horrorizados con los experimentos que allí se realizan. Escuchábamos los gritos
y los silencios de las criaturas
llamadas irracionales. Finalmente Luis determinó que deberíamos hacernos
vegetarianos.
Y como
la noche se presta a las confidencias, no faltaron horas lujuriosas dedicadas
al amor y al pecado, a la pasión, a esos temas que a mí me gusta tanto
explorar, que unen toda nuestra vida cuando nos lamentamos o evocamos momentos
entrañables. Y nos reímos y nos emocionamos y Ángel
Gustavo nos amenizaba con alguna aria de ópera.
Pero lo
más simpático era ver a Mariló estudiando el itinerario del día siguiente, las
fotografías de los paisajes que vimos y sentimos de Cantabria, de las suaves hierbas con sus diferentes verdes, de las rías
de San Vicente de la Barquera, del horizonte con Los Picos de Europa. Resultaba
divertido ver las caras de satisfacción al saborear en mesones el cocido montañés o las tapucas de rabas y las
sardinas con riojas y soleras. O ver la celebración del día del Muzucu y la
fotografía de la popular comida del sorropotún de San Vicente de la Barquera.
Gozar
de rincones como el de la pintora-escultora Antonia María y German situada en
el Pechón, una casa con jardín y vistas al mar. Y la Finca con hotel rural de
Lary y José, y la de Blanca Vallés en Tejo. Una casa pequeñita, que a mí me
pareció tan linda que le dije que era una casa de muñecas. Tampoco faltó un
baile divertido con un grupo de la tercera edad en el Hotel Palacio de Guevara
en Treceño. ¡Cuántos recuerdos me trajo la música! Ni la visita al precioso Valle
de Cabuérniga, en Bárcena Mayor donde en un restaurante observé un
pequeño aviso colgado de la pared. Curiosa me acerqué y leí:
-¡Vamos
a cazar gamusinos! ¡Vamos este fin de semana a cazar gamusinos! Anotarse el que
desee ir.
-¡Gamusinos,
gamusinos!, pensé al leerlo ¿y qué son gamusinos? Y antes de que se me
ocurriera que podría ser, Mariló me miró y comprendiendo mi ignorancia expresó:
-No sé
lo que son gamusinos, aún no he cazado ninguno. Reímos y seguimos riendo
mientras caminábamos a través de las calles azotadas por un viento tan frío que
nos hizo rechinar los dientes.
Finalmente
llegó el momento del regreso a Gran Canaria, de la despedida, de los abrazos
apretados. Entonces escuché la lluvia cargada de emoción, escuché el
mugido de vacas. Escuché de nuevo las enseñanzas y los cuentos que la abuela de
Mariló contaba cuando ella veraneaba en la casa de Lamadrid. Y los ojos se me rayaron de
lágrimas.
facebook/RosarioValcárcel
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