La misma noche de la declaración del estado de alarma en
España por la crisis del coronavirus, los síntomas de una gripe, que llevaba
padeciendo hacía unos días, comenzaron a
acelerarse de tal forma que llegué a pensar que había contraído la terrible
enfermedad.
Siento miedo.
El virus invisible y letal, paraliza las fiestas y la
enseñanza presencial, la actividad cultural y de ocio, los negocios. Se
implanta el teletrabajo. Confinada en casa cambio la rutina. El mundo se
enmudece y el tiempo se hace más lento, me acosa con su vacío, se convierte en espera, y con esa zozobra me pregunto:
- ¿Qué puedo hacer? ¿Se avecina el fin del mundo?
Sueño con los ojos abiertos, mis sentidos se agotan, tengo
alucinaciones y veo una playa desnuda y un mar que arde. Me sube la fiebre,
tengo tos y siento dolor de garganta cuando respiro. Lo peor es que el dolor se
repite cada vez que exhalo el aliento. Y esto, hace que me olvide de sonreír. Pero
hago un esfuerzo, no quiero sentirme nostálgica, ni que el pánico se apodere de
mí, por eso relajo la mente con mis ejercicios de meditación y busco las
ventajas ocultas que trae consigo cada privación.
Sabía por su paso por China, que la enfermedad del Covid 19, acecha,
olisquea, otea, trunca el bienestar de millones de habitantes. Mata. Sabía que
el mundo estaba pasando por un momento de dolor y muerte, de violencia oculta, del
dominio ejercido por los poderes económicos. Pierdo la capacidad de pensar y
por mucho que intento imaginarme lo que está ocurriendo, mi mente empieza a dar
vueltas, lo mezclo todo y me convenzo:
-Esta vez es de verdad, me he contagiado.
El miedo me deja una corriente fría en la nuca, me hace
llegar a conclusiones erróneas, como me pasa ahora mismo. Menos mal que consigo
convencerme de que era una alucinación.
Después me viene a la memoria hechos remotos, episodios de
pandemias ocurridas siglos antes de la Edad Media. Repaso la historia: la peste
negra, la emigración y el hambre, el terrorismo y los fenómenos climáticos, y la gripe de los años 20 que nos dejó
cincuenta millones de muertos, el sida o el ébola, la tuberculosis, la malaria,
la gripe A.
Siento miedo.
No sé cuánto tiempo llevo sintiendo este miedo. La muerte deambula
por mi alma, entra en mi casa a través de la televisión o por los wasap o las
redes sociales. Veo escenas de guerra, escalofriantes: Los rostros de la gente,
los gestos, las miradas, los objetos que hablan con un lenguaje propio. Y en
esa lucha, el sentido heroico de la vida nos presta un aliento que no es de
este mundo.
Y reparo en que el ejército, con agilidad, convierte
polideportivos desnudos en ambulatorios de campaña y Palacios de Hielo en una
gran morgue. Y ante ese espectáculo de
horror y desesperación, evoco el drama humano de las residencias de
ancianos, de hospitales en que se amontonan cuerpos contra cuerpos: cadáveres.
Distingo como los enfermos retroceden las miradas, se les
desata los lazos de la vida, agonizan en sus lechos y balbucean, mientras apuran
su existencia en una agonía larga. Siento
piedad y frustración. No veo el final
del túnel. Y un pensamiento, una lectura va dando paso a otra, y me tropiezo
con las palabras del politólogo estadounidense Chomsky quien afirma entre otras
cosas que:
… la pandemia del coronavirus pudo evitarse, pues había señales de
que la próxima pandemia vendría a través del coronavirus en una versión
modificada del SARS, pero pese a que las señales estaban allí nadie hizo nada
significativo.
Todo es confuso, y en un hospital belga, Suzanne Hoylaerts, tiende
un brazo y le coge la mano a una sanitaria y con ese sentimiento de dignidad
que poseen algunos humanos, manifiesta con ternura:
-Yo he tenido una buena vida,
guarde el respirador para los pacientes más jóvenes.
La enfermera se estremece. Era
difícil aceptar la decisión, pero le gana y se queda con ese rasgo de
solidaridad, se queda con esa belleza melancólica, con esa fatalidad de saber
que miles y miles de personas lo necesitan.
Lamentablemente, Suzanne murió dos
días después por la falta de oxígeno.
Y en la lucha por sobrevivir, la
muerte adquiere un carácter cotidiano. Las sanitarias cansadas, muy cansadas continúan
trabajando, redoblando
sus fuerzas, sus gestos. Miran con vértigo como el sol se hunde en el mar, pero
son capaces de elevarse y transitar por
encima de las aguas, de morir para luego resucitar y elevar sus voces en cantos
y aplausos.
Al llegar el sueño definitivo, los
enfermos parten silenciosos, solos o con suerte
acompañados por los ojos de algún ángel que pronuncia las sílabas de sus
nombres. Y es en ese momento cuando los familiares y amigos asumen con tristeza
que no pueden dar ese apretón de manos, ni el último beso, ni celebrar el funeral
ni el entierro. Conscientes
de los riesgos de contagio, recogen las cenizas del crematorio sin los
acostumbrados abrazos y las lágrimas de despedida, sin las famosas últimas palabras
y sin ningún apoyo moral.
Y, a pesar de que algunas naciones
se unen en un vínculo común, que la vida jamás había sido tan valorada, que los
seres humanos estamos más unidos que nunca, y que a veces, en casa Rubén y yo
nos abrazábamos y yo cierro los ojos de felicidad. La alegría de vivir se
mezcla con la angustia y me pregunto:
-¿Cómo se puede preparar uno para la muerte de
casi cien mil personas en el mundo por un coronavirus?
Siento miedo.
Me esfuerzo por encontrar las
ventajas ocultas que traen consigo la privación, la clausura, el silencio, y comprendo
que mi presencia está determinada por múltiples eventualidades, que vivo en un
lugar semejante a un sueño, en un mundo de fantasías, entonces en silencio me
repito: No puedes seguir así, comportándote como si tuvieras un número infinito
de vidas, como si fueras inmortal.
Y, aunque en el fondo estoy
convencida de que esto acabará, me sorprende lo poco que echo de menos las cosas
que hacía antes, aquellas de las que no podía prescindir y de las que espero
disfrutar en el futuro. Poco a poco el miedo se va desvaneciendo y me
empiezo a sentir más segura, quizás por el convencimiento de creer que estoy a
salvo y salvando vidas, y esa es la recompensa por quedarme en casa.
Pienso en el sol, en la playa de
Las Canteras, en la isla de La Palma y en mis amigos a las que tanto les echo de menos, renuevo conversaciones,
compongo un poema y gracias al cine recorro calles y rincones del mundo. Leo a
Boccacio y recuerdo ‘Los
cuentos de la peste’: homenaje de Vargas Llosa al ‘Decamerón’‘, un libro que el propio escritor lo lleva a
las tablas con él como actor en el Teatro Español de Madrid.
Y desempolvo las antiguas recetas
de mi madre y cocino con tanto amor que Rubén y yo nos chupamos los dedos. Disfruto
con el aleteo de los mirlos que se acercan al jardincillo que estoy podando, y
pensaba pintar la terraza de color verde monte pero eso aún está pendiente.
Y así, día a día, he podido disipar
el miedo y el desaliento, el viento y la oscuridad, el dolor, el enorme dolor
que apenas me ha rozado y que ahora creo conocer.
Agradezco a la revista http//zaracatella.blogspot.com/2020/04/amalgama-la-revista-digital-de.html. , que desde Zaragoza me ha invitado a participar.
Agradezco a la revista http//zaracatella.blogspot.com/2020/04/amalgama-la-revista-digital-de.html. , que desde Zaragoza me ha invitado a participar.
Foto de la calle de Triana vacía de las redes sociales
Foto de la calle de Triana llena de público, obra de Isabel Echevarría
Intima, emotiva e informada reflexión sobre el miedo en tiempos de miedo.
ResponderEliminarEse intruso que suele entrar a nuestra alma al hurtadillas y aposentarse como anfitrión. Excelente texto Rosario Valcárcel. Felicidades.