El pasado mes de septiembre se celebró en la Playa
de la Salemera, en la villa de Mazo, La Palma, las fiestas en honor a Nuestra
Señora del Carmen.
Al llegar a la playa escuchamos el sonido de
batería, de guitarras. El sonido de un grupo musical, creo que era Libertad y
Saoco, acompasa el ritmo mientras algunas parejas bailaban bien agarraditos.
Y en medio de ese sabor de verbena, de silencios y promesas, de oraciones y
cantos de amor hacia La Virgen del Carmen, celebramos la Eucaristía en la misma
playa y acompañamos la procesión por los caminos formados por arena negra,
junto a la Asociación y vecinos que hacen posible la Fiesta.
Más tarde en
la oscuridad más profunda de la noche, yo miraba aquel rincón bello, natural, sereno. Miraba las estrellas, cuando, de
pronto escucho un eco en el mar y observo como los vecinos y amigos corren, se acercan a la orilla, gesticulan
alegres, contemplan unos fuegos que, igual que Venus, surgen del océano. Me
deslumbran porque eran como géiser humeando, crujen, vuelan como columnas de
sueños y, casi sin darme cuenta, me asomo a aquellos fuegos acuáticos de mi
Playa de Las Canteras.
Pero aquella
fiesta era diferente. Tenía un secreto, y era que María Rosa Herrera González, amiga, generosa, con la que hicimos hace unos meses el
recorrido de Tierra Santa, coincidiendo con las fiestas de la Salemera, nos
había invitado a cenar en su casa, en un lugar precioso junto al mar. En esa
orilla en donde aquella noche soplaba una brisa fría y podía escucharse el
rumor de las olas que venían a morir junto a nosotros. Un lugar en donde Rosa
había organizado una especie de restaurante bajo una carpa junto al mar.
Pronto las
mesas de la terraza-comedor se llenaron de amigos, primos y cuñados, e
impregnados de agua y salitre brindamos alegres:
-¡Chin,
Chin, salud, amor, dinero! Reíamos a carcajadas.
Rosa,
repartía platos y más platos: brazo gitano de atún, quiché de verduras,
solomillo de cerdo, todo regado con vinos de la tierra, refrescos, postres… Esa
misma cocina que ella ofrece todos los días en su restaurante de comidas
preparadas llamado Jacaranda y, que está situado en
San Antonio, en Breña Baja.
La euforia
entre los amigos y familiares crecía. Hablamos del pasado y del presente, de lo
divino y de lo humano. Rosa, que es una mujer enérgica e imprevisible,
controlaba que todos estuvieran a gusto, sonreía y repetía a los conocidos que
pasaban por allí:
-Vengan, vengan, siéntanse con
nosotros.
Saboreamos la cena, incluso algunos glotones
repetimos algún plato. Y como la noche se presta para las confidencias, Rosa
nos confesó:
-Yo quería
tener una carrera y trabajar, pero el destino… Me casé muy joven, me quedé
viuda con tres hijos, contaba y contaba: -, la muerte de mi marido me dejó la
sensación de infinita fragilidad, pero no podía permitirme el lujo de derrumbarme.
Obtuvo el
título de corte y confección y en una época cosió para la calle, como modista.
- Hágame
este vestido para mañana y otro para pasado, le pedían.
Pero la
costura no daba para mantener a la familia y, se arriesgó en esa otra pasión
que era su amor por la cocina. Su amor por cocinar para otros. Sí, eso fue lo
que le generó la idea del negocio. Se arriesgó y gracias a la ayuda de
familiares y a la cocinera canariona, con la que lleva casi una década, se han
ido forjando poco a poco, y hoy forman un gran equipo en su negocio de comidas
preparadas.
Sus palabras
calaban hondo y pensé que mi amiga Rosa ha sido una mujer con gran fuerza que
en algunos momentos le ha tocado saltar al vacío sin cuerda alguna que la
sujetara, aunque ella afirma que la ha mantenido la honestidad y la religión. Su
fe indestructible.
Y entonces
pensé que el mundo está constituido por una trama de actos pequeños, de momentos llenos de
belleza, de arena y de infancia, de olores y sabores, de amores y risas, de
playas y de ventanas abiertas.
De fiestas y
de recuerdos que logran emocionarnos como los que
disfrutamos este final de verano en la playa de la Salemera.
Fotos de redes sociales y de lapalmaahora.com
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