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jueves, 14 de febrero de 2019

Relato para celebrar el día de los enamorados



Las semanas y los meses pasaban deprisa.

Un día como los demás, Celina y Jorge iban al mismo sitio. Estaba nerviosa. No recordaba cómo había llegado hasta allí pero siempre la llevaba al mismo lugar.  Era una zona muy tranquila, situada en las afueras de la capital. Él tomaba por atajos caminos de tierra. Ella observaba el océano, lo percibía lejos, enorme, desde aquella cima parecía aún mayor. Siempre pensaba que la veían.
Era un lugar abandonado, y se había convertido en su refugio clandestino. La brisa soplaba, se escuchaba el cuchicheo del mar y el sol en declive mostraba la luz más auténtica. Ambos estaban casados. Él no quería volver a casa tan pronto.

Aquel día, ella se había puesto una blusa ceñida, sin botones y muy escotada de color rojo, la falda era muy amplia como a él le gustaba. Quería seducirlo.  Sentada en el sillón del automóvil tenía la sensación de desconfianza cuando él le pasó el brazo por encima mientras le decía al oído: te echo tanto de menos. Ella se quedaba inmóvil sonriente, contenta, protegida. Siempre esperaba que él diera el primer paso y que repitiera su frase favorita.

-Si te hubiese conocido antes ¡seríamos tan felices!

Al fondo, el barrio pesquero de San Cristóbal se desperezaba ajeno a sus complicidades. A lo lejos las barcas, como signos de vida, se bamboleaban, perceptibles por las camisas blancas y arremangadas de sus ocupantes. Las sardinas, que oían el tintineo de los remos de madera, huían despavoridas formando una bola apretada. Los pulpos, morenas, salemas y gueldes, al divisar las linternas estaban al acecho, menos alguna  sepia enamorada que vibraba y emitía una luz débil fosforescente, captada de inmediato por un macho que intentaba abrazarla en una estela de colores, mientras le musitaba:
-Dime que me quieres como siempre.

El pescador aprovechaba el idilio y los balbuceos de la extraña parejita y los subía a bordo, con precaución de no acercarse demasiado al irritado galán que estaba dispuesto a descargar su rabia y su tinta en el entrometido marinero que interrumpió sus amores.

Jorge no dejaba de mirarla. Le enlazaba las manos, se acercaba con cautela. La comunicación entre ellos era igual que la de los extraterrestres: telepática. Él quería acariciarla, hablarle de sexo. Ella también. Aquel día el tema fue el sexo oral, lo bueno y hermoso que era. Se regalaban un tiempo de contemplación, de oración a través de acercamientos, de roces y voces silenciosas. Sin dar cuenta la conversación se acercaba a lo que ella creía la perversión. Le habían dicho que en Estados Unidos su práctica callejera era delito. Pero tantas cosas son delito, pensaba. ¡Era tan maravilloso! Pero se sentía tan cortada que le preguntó:

-¿Qué piensas de mi?

En vez de contestarle, intentó besarla. No la escuchaba, estaba atraído por sus labios, por su nariz, por sus muslos blanquecinos. De pronto ella dijo:

-Te quiero, y deseo estar contigo.

Las manos de Jorge se desbordaba, escribían en su cuerpo su ansiedad.

-Yo también te deseo, y me gustas que digas sí, cuando quieres decir sí.

Se envolvían, se besaban. No le importaba ya que la vieran. Sabía que todo es muy fugaz.
En las tinieblas las barquillas seguían allí. Respiraban entre las sombras, patrullaban el horizonte.

-Tengo ganas de dejarlo todo. Pedir un traslado en el trabajo y vivir muy lejos, pero juntos-confesaba Jorge.

-Estas loco, olvídalo, acércate a mí.

Él respondía con un silencio, le subía la falda, colocaba tiernamente su cabeza entre sus muslos, la olía, la lamía, la roía. Celina se sentaba sobre Jorge, se entrelazaron sin prisas. Aquel coche se agrandaba. Se daban vueltas como si fueran de goma, se miraban con ternura, se rozaban, se enganchaban. Mecían sus cuerpos como botes sobre el mar. Querían apretarse, revolverse, engullirse. 
Trataban de satisfacer su apetito. Por un momento el tiempo no existía.

Soñaban con un encuentro lejos, con dejarse arrastrar por la corriente, con deslizarse sobre las aguas… Se acercaban todo lo que podían. El inmenso océano los separaba, el ruido los confinaba, las ondas los arrastraba, los zarandeaba. Tragaban agua. Se escondían entre los movimientos de las crestas, entre sus ronquidos, entre sus sábanas.

-Me gustas demasiado, le decía.

La fragancia del yodo y el sabor del salitre se mezclaban en su boca. Se resbalaba entre las paredes   de su cañón, de sus curvas. Le acariciaba los senos, la apretaba contra él. Quería infiltrarse, entrar por la puerta principal. Lavarse con su aliento, en su fragancia de locas pasiones. Ella lo comprendía, contenía su respiración, se sumergía en el monumental charco, se succionaban en los caprichosos dibujos que forman las aguas, las fantásticas sebas y las pálidas medusas que flotaban suspendidas como globos. Lo dejaba hacer, no podía dejar de alimentar su gozo. Sus dedos trepaban con parsimonia. Huían de la velocidad. Celina, igual que una sirena, le ofrecía susurros diabólicos. Jorge encandilado, esperaba en su fantasía que lo devorase.
Fragmento de un relato entresacado de mi libro “Del amor y las pasiones”, de la editorial Anroart.
        Foto escultura de Ana Luisa Benitez, Agüimes. Gran Canaria           

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