Las semanas
y los meses pasaban deprisa.
Un
día como los demás, Celina y Jorge iban al mismo sitio. Estaba nerviosa. No
recordaba cómo había llegado hasta allí pero siempre la llevaba al mismo
lugar. Era una zona muy tranquila,
situada en las afueras de la capital. Él tomaba por atajos caminos de tierra.
Ella observaba el océano, lo percibía lejos, enorme, desde aquella cima parecía
aún mayor. Siempre pensaba que la veían.
Era
un lugar abandonado, y se había convertido en su refugio clandestino. La brisa soplaba,
se escuchaba el cuchicheo del mar y el sol en declive mostraba la luz más
auténtica. Ambos estaban casados. Él no quería volver a casa tan pronto.
Aquel
día, ella se había puesto una blusa ceñida, sin botones y muy escotada de color
rojo, la falda era muy amplia como a él le gustaba. Quería seducirlo. Sentada en el sillón del automóvil tenía la
sensación de desconfianza cuando él le pasó el brazo por encima mientras le
decía al oído: te echo tanto de menos. Ella se quedaba inmóvil sonriente, contenta,
protegida. Siempre esperaba que él diera el primer paso y que repitiera su
frase favorita.
-Si
te hubiese conocido antes ¡seríamos tan felices!
Al
fondo, el barrio pesquero de San Cristóbal se desperezaba ajeno a sus
complicidades. A lo lejos las barcas, como signos de vida, se bamboleaban,
perceptibles por las camisas blancas y arremangadas de sus ocupantes. Las
sardinas, que oían el tintineo de los remos de madera, huían despavoridas
formando una bola apretada. Los pulpos, morenas, salemas y gueldes, al divisar
las linternas estaban al acecho, menos alguna sepia enamorada que vibraba y emitía una luz
débil fosforescente, captada de inmediato por un macho que intentaba abrazarla
en una estela de colores, mientras le musitaba:
-Dime
que me quieres como siempre.
El
pescador aprovechaba el idilio y los balbuceos de la extraña parejita y los
subía a bordo, con precaución de no acercarse demasiado al irritado galán que
estaba dispuesto a descargar su rabia y su tinta en el entrometido marinero que
interrumpió sus amores.
Jorge
no dejaba de mirarla. Le enlazaba las manos, se acercaba con cautela. La
comunicación entre ellos era igual que la de los extraterrestres: telepática. Él
quería acariciarla, hablarle de sexo. Ella también. Aquel día el tema fue el
sexo oral, lo bueno y hermoso que era. Se regalaban un tiempo de contemplación,
de oración a través de acercamientos, de roces y voces silenciosas. Sin dar
cuenta la conversación se acercaba a lo que ella creía la perversión. Le habían
dicho que en Estados Unidos su práctica callejera era delito. Pero tantas cosas
son delito, pensaba. ¡Era tan maravilloso! Pero se sentía tan cortada que le
preguntó:
-¿Qué
piensas de mi?
En
vez de contestarle, intentó besarla. No la escuchaba, estaba atraído por sus
labios, por su nariz, por sus muslos blanquecinos. De pronto ella dijo:
-Te
quiero, y deseo estar contigo.
Las
manos de Jorge se desbordaba, escribían en su cuerpo su ansiedad.
-Yo
también te deseo, y me gustas que digas sí, cuando quieres decir sí.
Se
envolvían, se besaban. No le importaba ya que la vieran. Sabía que todo es muy
fugaz.
En
las tinieblas las barquillas seguían allí. Respiraban entre las sombras,
patrullaban el horizonte.
-Tengo
ganas de dejarlo todo. Pedir un traslado en el trabajo y vivir muy lejos, pero
juntos-confesaba Jorge.
-Estas
loco, olvídalo, acércate a mí.
Él
respondía con un silencio, le subía la falda, colocaba tiernamente su cabeza
entre sus muslos, la olía, la lamía, la roía. Celina se sentaba sobre Jorge, se
entrelazaron sin prisas. Aquel coche se agrandaba. Se daban vueltas como si
fueran de goma, se miraban con ternura, se rozaban, se enganchaban. Mecían sus
cuerpos como botes sobre el mar. Querían apretarse, revolverse, engullirse.
Trataban de satisfacer su apetito. Por un momento el tiempo no existía.
Soñaban
con un encuentro lejos, con dejarse arrastrar por la corriente, con deslizarse sobre las aguas… Se acercaban todo lo que podían.
El inmenso océano los separaba, el ruido los confinaba, las ondas los arrastraba,
los zarandeaba. Tragaban agua. Se escondían entre los movimientos de las
crestas, entre sus ronquidos, entre sus sábanas.
-Me
gustas demasiado, le decía.
La
fragancia del yodo y el sabor del salitre se mezclaban en su boca. Se resbalaba
entre las paredes de su cañón, de sus
curvas. Le acariciaba los senos, la apretaba contra él. Quería infiltrarse,
entrar por la puerta principal. Lavarse con su aliento, en su fragancia de
locas pasiones. Ella lo comprendía, contenía su respiración, se sumergía en el
monumental charco, se succionaban en los caprichosos dibujos que forman las
aguas, las fantásticas sebas y las pálidas medusas que flotaban suspendidas
como globos. Lo dejaba hacer, no podía dejar de alimentar su gozo. Sus dedos
trepaban con parsimonia. Huían de la velocidad. Celina, igual que una sirena,
le ofrecía susurros diabólicos. Jorge encandilado, esperaba en su fantasía que
lo devorase.
Fragmento de un relato
entresacado de mi libro “Del amor y las pasiones”, de la editorial Anroart.
Foto escultura de Ana Luisa Benitez, Agüimes. Gran Canaria
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