A la memoria de Dolores
Campos-Herrero
-Quisiera que se inventara algo para
embotellar los recuerdos, igual que los perfumes, y que nunca se desvaneciesen…
De la película Rebeca.
Dicen
que Guayadeque era el lugar que más se parecía al paraíso.
La isla
es un círculo titánico lleno de escondites, valles y hondonadas. Desnudas
manchas verdes, orlas de pinares y círculos de color castaño formado por
barrancos profundos.
Para
ella el barranco pertenecía a un mundo especial, a un mundo donde se había
detenido el tiempo, un lugar de ensueños, arroyos encantados y palmeras
aisladas…
Hacía
ya mucho tiempo que las cosas entre Laura y Carlos no iban bien. Eran seres
rutinarios que crecían en distintas direcciones. El amor entre ellos daba los
últimos coletazos cuando conoció a Norberto en la sala de espera de su
dentista.
Los
pacientes cuchicheaban, y –no sabía el por qué –empezó a mirarlo. Se había
sentado enfrente de ella.
-Me
recuerda usted a una chica que…
No le
contestó, lo vio venir. Sonrió con desgana…
El
diálogo no comenzó siendo amistoso, pero se trataba de aproximarse… Otro día
volvieron a coincidir y descubrieron que de quinceañeros se habían conocido.
Ella no se acordaba.
A
partir de aquel día deseaban estar siempre juntos. Jugaban a ser adolescentes,
buscaban el idilio, la intimidad en sitios en donde no los conocieran…
Una
noche fueron a Guayadeque, se adentraron por aquella carretera. Mientras él conducía
con una mano con la otra levantaba la falda buscaba entre los muslos. Subían
los senderos empinados y ventosos… A
ella el corazón le palpitaba, se acordó que fue un lugar sagrado donde los
primeros pobladores guanches practicaron sus rituales de enterramientos,
momificaban a sus muertos… Era un lugar mágico en donde si prestas atención ves
a las ánimas sonreírte.
Disfrutaban
haciéndose fotografías del misterio... Se entregaban con prisa, se abrazaban
una y otra vez…
-Te
quiero, te quiero.
Eran
amantes clandestinos.
Otro
día volvieron a Guayadeque, aparcaron el coche en la oscuridad y pronto él
empezó a hablar en todo engatusador:
-Buenas
noches.
Se
acercaba melosa. Fulminada por su cercanía, cuando él le pasaba un brazo por
los hombros.
-Estás
preciosa –añadía, su voz sonaba dulce.
La
miraba y miraba para asegurarse que no
era un espejismo. Llevaban un mes haciendo el amor, la zarandeaba deprisa, se
abalanzaba sobre ella, acariciaba sus muslos, sus glúteos; comprobaba que era
de carne y hueso, se apoderaba de su intimidad.
-Paso
las noches pensando que tú eres la mujer de mi vida.
A ellas
esas cosas la hacían sonrojar…Le ardían las mejillas…
Le
quitaba la falda, la blusa, le llegaba el olor de hembra en celo, inclinaba su
torso. Ella temblaba de placer. Él le acariciaba su melena… Se quedaba un rato
mirándola igual que un caníbal. Entonces sentía que era su presa…
Aquella
noche era el día de Todos los Santos, se hallaban en la necrópolis, penetraba
un frío extraño y se escuchaba el hilillo de agua naciente. Asustada, abrió
mucho los ojos y preguntó:
-¿Tú
crees que nos oyen?
-Estoy
segura que sí, pero no debemos perturbar las energías que flotan entre ellos.
Los muertos viven eternamente…
Entonces
le cogió la mano derecha y la llevó a ese lugar que él tenía siempre muy
caliente, a su sexo grande y oscuro. Le sonreía, le dijo algo: –Acércate.
Entonces
no se lo pensó: lo besó, lo abarcó sin descanso, sin orden. Le transmitió con su boca un ritmo de acordeón a su piel.
Cerraba los ojos para asirlo mejor… Ellos nunca lo habían hecho de ese modo,
así que en el fondo deseaba que la salpicara con su espuma, que se la lanzara
sobre su piel… No detenía sus manos, lo friccionaba lentamente. De pronto
escuchó hondos suspiros, jadeos, un violento temblor.
Ella tendida
entre sus muslos se desmoronaba por todas partes. Él se vació de forma ruidosa
y completa, hasta la saciedad; el olor se esparció, enrareció el aire. Dejó que
su líquido blanquecino y espeso saliera lanzado sobre su cara, al mismo tiempo
que hacía comentarios obscenos. Estaba pringosa pero lo quería hasta el final,
se lambuceaba golosa, se untó las mejillas con su semen. Creía que se trataba
de un procedimiento infalible de belleza, un néctar. Seguía jadeando como un
perro cazador, mientras el sudor cubría su congestionado cuerpo.
Pero
una mañana al encender el televisor se dio cuenta que el escenario de sus
noches de amor se había volatizado, que el verdor se había convertido en
cenizas. El fuego rugía.
Contempló
atónita la fiereza de las llamas, la explosión de olas hogueras, avivadas por
el viento. El fuego cruzaba el escabroso
terreno, chamuscaban higueras, casas y cabañas, subían las paredes escarpadas,
las montañas. Se oían ladridos de
perros, cabras balando, conejos corriendo como si el alma se la llevara el
diablo. Los servicios contra incendio actuaban, unas mujeres rezaban y un chico
filmaba la escena…Gritos de dolor retumbaban en el aire.
Entonces
ella se acordó de los espíritus soliviantados pero silenciosos. De la noche que
los árboles mohosos la observaban y pensó en los hongos creadores y
destructores que nutren sin cesar la vida, paralizándola o exterminándola. Los
comparó con los hombres.
Se dijo
que fueron las cosas de Juan, un inconsciente que había amenazado con quemar el
campo. Las llamas se elevaban igual que burbujas de jabón…
Se
consoló madurando que la isla tiene una fuerza particular. Estaba segura de
recuperaría de nuevo la sonrisa. Después del fuego, la tierra –en una especie
de milagro- reverdece con nuevos brotes que crecen las raíces no alcanzadas por
las llamas. Pasado un tiempo el corazón de algunos árboles –no se sabe cómo-
vuelven al latir. Es el aliento, el tesoro que esconde el volcán.
No
tenía dudas de que el barranco poseía un poder mágico, en sus cuevas, en las
paredes esculpidas… No tenía dudas de que existen almas esperándoles.
Laura
volvió a repasar las veces que habían hecho el amor en aquel lugar, evocó el
recuerdo, Miró las fotos que Norberto le había hecho del lugar. Las contempló
durante un rato y lloró amargamente.
Fragmento de mi libro “El séptimo cielo"
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