Llámale
con el pañuelo, llámale con garbo y modo/ Échale la escarapela al otro lado del
lomo.
Llámale
majo al toro./ Torero, tira la capa; torero, tira el capote;/ mira que el toro
te pilla, mira que el toro te coge.
Majo,
si vas a los toros, no lleves capa pa torear,/ que son los toros muy bravo, y a
algún torero le van a matar
Canción
castellana
Lo llamaban Topacio porque ―según decían muchos― sus
ojos eran de color ámbar y en su piel dormían los matices del invierno, y en su
mirada se veía un no sé qué que me atrajo, quizás un murmullo de inocencia o
una sombra de dolor. Sólo su rabo reclamaba
juguetón un hogar.
Se
le veía cansado, siempre asustado, y si alguien intentaba acercarse se
escondía. No es que tuviera el defecto de ser arisco, sino que a sus padres se
los llevaron hacía unos meses y no los había vuelto a ver. Qué desdichado se
sentía.
―Nunca
me acostumbraré a estar solo.-
Eso
decía por lo bajo dando un resoplido mientras paseaba con su pena por los
vericuetos de las dehesas. Se consideraba inferior a sus compañeros y creía que
había nacido en un lugar equivocado. Recuerdo la noche en que lo separaron de
su madre: lloraron y bramaron con tal brío que el eco de sus voces aún hiere en
el aire.
Dicen que el dolor de la orfandad suele durar
una semana, pero Topacio no perdía la esperanza de reencon-trarse con ella.
Intuía que ella nunca lo olvidaría aunque estuviese flaca, vieja y ciega,
porque lo había acariciado y lamido, y ese aroma maternal no se nubla jamás.
Quizás cualquier día –pensaba― sin darse cita, mientras vague con sus hermanas
de camada, las memorias se reconozcan.
Pero
no era la única desgracia que acompañaba a Topacio. Con frecuencia le decían
sus amigos:
―No me gusta tu cuello, no está
creciendo con esbeltez y tus pitones no están armónicos.
Topacio
se sentía muy aturdido por los comentarios, parecía como si las desgracias
trajeran más desgracias. Él sabía que un toro con un cuello corto malamente
podía embestir. Y, aunque eso a él no le importaba, le afectaban los rumores
malintencionados. No era brusco, ni alborotador, ni espantadizo y además tenía
buenos andares; ese detalle era muy significativo porque revelaba su manera de
ser y lo que llevaba dentro.
Cierto
día los numerosos toros y vacas que poblaban nuestro cortijo vieron llegar a un
joven con aire de orgullo y pasos solemnes que se le acercaba a Topacio y le
gritaba con satisfacción. Y como si
sintiera sangre torera en su cuerpo intentó darle algún capotazo con su
camiseta roja. Mi pobre torito lo contempló con mirada generosa. Entonces aquel
osado, con arrojo de diestro valiente y creyéndose descendiente de un gran
señor feudal, recordó los lances de capa que había presenciado en alguna
corrida de toros.
Y se sumergió en el tapiz de la
arena con tal pasión que oyó los clarines y los timbales, percibió el paseíllo,
antesala de un hecho atroz. Fascinado en su maldito desasosiego invocó la
llegada violenta de aquel ser audaz y de mirada nublada. Redoblaron sus latidos
cuando vio salir a los picadores que sustentan la perversión y la humillación y
contaminado por un deseo asesino se le enturbió la inteligencia y se transformó
en uno de aquellos toreros.
Hurtó el cuerpo con una soberbia
verónica y se arrimó con penosa arrogancia
a lo que él creía una fiera. Se imaginó a un público levantándose de sus
asientos… Pero el pobre animal sin trapío, anovillado, lanzó un mugido, escarbó
la tierra y tomando carrerilla se alejó todo lo que pudo de aquel muchacho.
Nadie socorría a mi torito y sin embargo era él quien huía del acecho de la
muerte, quien abría los ojos en busca de un espacio infinito.
A partir de aquel día en que
Topacio no acató su destino, los compañeros se hacían tristes reflexiones.
―Tendrá
que resignarse a lidiar en plazas de segunda.
―Y
será un barrabás ilidiable y cobardón.
Es
cierto que aquella tienta, aquella demostración de bravura, no tuvo resultados
satisfactorios; sabía que no podía culpar al viento ni al frío, había un día
pleno de luz, pero aquélla no era su faena. Él no podía admitir la arrogancia y
frivolidad con que los humanos, entre juegos de tanteos, con muletas o sin
ellas, le obligaban con codicia a aguantar una pelea desleal.
Un
día en que Topacio se hallaba despuntando unas hierbas y apartando moscas con
el rabo, se le acercó un amigo y dijo:
―Topacio,
te traigo una buena noticia.
-¿Sí?
¿Cuál?
―He
visto a tu madre.
-¿Está
viva? ¿No me engañas?
―Ven
conmigo y lo verás.
Los
dos emprendieron el camino, subieron una colina árida y triste y cuando
llegaron a un cerro el amigo se retiró y Topacio continuó solo, caminaba con
sensación de dicha pero de pronto un lento malestar empezó a sangrarle su
mente. Escuchó el siseo de las
escopetas, vio los cepos asesinos y miró el cielo plomizo como enlutado, algún
mal presagio le perseguía. De pronto el camino se le tiñó de amargura, encontró
a su madre cerca de un riachuelo, escuchando inmóvil el silbido de los
cazadores.
―Tu
padre acaba de morir.
A
Topacio se le saltaron las lágrimas y sin entender nada preguntó:
-¿Sufrió
mucho?
La
madre no podía contarle; sólo entre hipidos acertó a decirle que, cuando lo
iban a apuñalar en la nuca con una gran espada, en un intento desesperado por
sobrevivir se resistió a caer en la arena, e hizo esfuerzos casi milagrosos por
encaminarse hacia la puerta por la que entró, esa que llaman de chiqueros. Pero
su aliento era un susurro de dolor y en ese momento la plaza se vino abajo, todos
los que estaban en el círculo pedían entre aplausos, pitos y pañuelos que le
perdonaran su fatal destino. Qué ironía. ¿Perdo-narles ellos la vida? ¿Acaso
les pertenecía?
Mientras
se lo contaba, Topacio pensó en lo fría y cruel que debió ser la agonía, o mejor
dicho el lento asesinato. Se sintió paralizado también ante la indiferencia y
el placer de los humanos, que dicen amar a los animales. Sin poder realizar
movimiento alguno, asfixiado, no en su propia sangre como había muerto su padre
sino en su propia rabia e impotencia. Madre e hijo se abrazaron en el dolor y juraron luchar con
todas sus fuerzas por transmitirle al público y al gobierno que muevan los
pañuelos una vez más, no para que salga un torero a hombros tras una faena
sanguinaria, sino para exponer abiertamente que esta herencia medieval ya no es
un emocionante festejo como antaño, que hemos progresado.
¿Hemos
progresado?
Relato entresacado
de mi libro “La Peña de la Vieja y otros relatos” Ediciones Anroart.
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