¿Eres tú, mi príncipe? –sonrió
¡He esperado tanto tiempo!
Y él la tomó en sus brazos.
La Bella Durmiente de C. Perrault
Esta pelota fue un regalo, yo no la encontré.
Este fue el acontecimiento de mayor relevancia del verano. Estaba hecha de goma, de plástico de colores. Siempre coleccionamos posesiones materiales por seguridad, vanidad, o quizás por comodidad. En este caso el obsequio decía muy poco, pero hoy -buscando en el cuarto oscuro de los recuerdos- la he vuelto a encontrar.
Fue en agosto. Néstor acostumbraba a venir a nuestra casa cuando iba a la playa.
Una mañana apareció con la pelota y me la dio. Me perseguía por todas partes, sí, la pelota me miraba. Tenía la apariencia de un ojo. Estaba cubierta por un dibujo que formaba unos círculos pintados como los radios de una rueda. Yo le tenía miedo.
Jugábamos por toda la casa con ella. Néstor era rubio, reservado y con una mirada dulce. Mis vecinas decían que estaba estudiando para cura. Sus padres lo habían internado, desde muy pequeño, en un colegio regido por los padres franciscanos y ahora estaba preparando lo que él llamaba su vocación. Le gustaba la playa, las olas, las rocas, el acto de despojarse de las ropas, mi bañador rojo con dos tiritas amarradas al cuello. Mis piernas desnudas metidas dentro de los charcos, mi flotador. El mar nos observaba como una divinidad superior.
Aquella esfera tenía un gran sentido de la orientación y recordaba los lugares de un modo sorprendente. Estaba enseñada para que siempre entrara en el cuarto oscuro, así llamábamos a una de las habitaciones de mi casa. Era algo tenebrosa y la luz era pobre, entonces sus ojos se abrían como si fueran los de un gato en la oscuridad. El leve estrépito de las olas agitadas por la brisa se mezclaba con los golpes del balón.
Un día inventó un juego. El tiraba la pelota y yo debía buscarla. Nadie en casa podía saberlo. Como yo era buena alumna, entraba una y otra vez en aquella sala. Allí había una cama grande, de las antiguas, de hierro y con un colchón de crin muy duro; no tenía flexibilidad.
Yo corría detrás de ella. Fatigada me tendía con la cara pegada al jergón para buscarla y evitaba las posturas que los mayores llamaban indecentes. Él no tenía reparos, se lanzaba sobre mí para encontrarla juntos. Al principio, me agitaba, moviendo las manos e intentando chillar. Sabía que acostarme sobre el vientre era deshonesto. No comprendía el juego. Me tapaba la boca al mismo tiempo que miraba mis pantalones cortos. Parecía que quería estudiar mi anatomía.
Estaba atrapada. Me gustaba respirar a través de él, buscar su aliento. Tenía una piel suave, como él mismo. Intentó besarme. Dominaba la situación, pero me escabullí aunque hubiese deseado quedarme. Aquella estancia me daba miedo, a solas veía sombras que se movían y hablaban. Quizás fueran espíritus volátiles.
Su mirada era inexpresiva, pero enseguida se hizo relampagueante. La habitación estaba cubierta de humedades. No tenía ventanas. Estaba muy guapo y su cuerpo en bañador relucía moldeado. Lo observaba, lo miraba como si fuera un ser etéreo. Deseaba jugar un partido con un equipo formado por nosotros dos. Era como un gigante que lanzaba bocanadas de gases ardientes.
Sabía abrirse paso por el mundo, aunque en el fondo era un niño sin alma, semejante a mi muñeco, que anhelaba tener la puerta cerrada para estar a solas con su madre. El quería ser amado y yo, aunque disimulaba, también.
No sé cómo ocurrió, pero un día tomó mi mano y con una gran suavidad la llevó a un lugar escondido. Mi madre me había dicho que era un amigo de su sobrino. Lo apreciaban mucho. Mis dedos tropezaron con su joya. Era un lugar suave y aterciopelado que, al notar mi presencia, sufrió una gran metamorfosis. Dentro de sus ojos se dibujaron fantásticos colores y su resuello se convirtió en pompas de jabón.
-Será nuestro pacto secreto –dijo él.
Pensé correr por el largo pasillo de la casa. No supe qué contestar, embobada, cerré los párpados y me apretujé a él.
-Si tú quieres… -dije, finalmente.
Abrigada con su cuerpo, como si fuera un manto, sentí frío, escuché el viento y pensé en nuestros alisios que impulsan los botes de vela sobre el océano, en los rayos solares untados sobre las sábanas triangulares. Así estuvimos un largo rato, sin hablar. Aquel silencio fue una forma de unión.
Desde el primer día que Néstor vino a mi casa, me acerqué y le sonreí, me pareció una persona diferente. Mi aura no le fue ajena y yo sentía una gran curiosidad. Estaba de moda el cine religioso donde las monjas y los curas eran los protagonistas. Las veía todas. La historia de Bernardette, la niña a la que se le apareció la Virgen en un pueblo cercano a Lourdes, me impresionó; creo que Henry King la dirigió y ganó algún Oscar.
El jugaba igual que un viento huracanado, me derribaba una y otra vez, como si quisiera talar mi árbol.
En aquel partido no había espectadores a simple vista, sólo dos fotos llenaban la estancia. Una del día que me titulé en el colegio; estaba preciosa, y –como decía mi padre- más guapa que Rita Hayworth, más guapa que Lauren Bacall. Tenía una frase graciosa: apuntaba que conmigo se había roto el cliché. La otra foto era de mi primera comunión. En ella se respiraba un gran silencio y cara de dolor de corazón. La tarta de galletas que mi madre hacía con gran amor presidía el retrato.
Cuando estaba sola y entraba en el cuarto o pasaba por la galería siempre guardaba cierta precaución. Me daba miedo. De pequeña me habían contado que si mueres y debes promesas, tienes que volver. Alcanzar la purificación. Escuchaba voces o surgía una sombra amenazadora. Era una etapa que las almas debían pasar. Todo me daba miedo. El retrato representaba a las mil maravillas lo que significaba recibir el sacramento. Estábamos todas de premio, mis amigas y vecinas miraban sonrientes al fotógrafo, y yo recordaba una canción que se oía por la radio:
…Ha .cumplido siete años
y va a recibir a Dios;
mi niña toma rezando
su primera comunión
Mis jugos gástricos hacían su trabajo mientras contemplaba el pastel recubierto de un chocolate espeso, adornado con las cerezas lucía con un poder fascinador. Bostecé. Mi vestido era corto y en el pelo no llevaba ni flores ni corona, sólo un velo blanco igual que los que se usaban para ir a misa. Era obligatorio permanecer en ayunas hasta recibir la comunión. La viejilla, que parecía invisible, era capaz de organizar cualquier evento con un gran valor artístico.
Un paquete de galletones, galletas, canela molida, ralladura de limón al gusto, medio litro de leche, medio paquete de mantequilla, dos huevos, cuatro pastas de chocolate –sin comerte ninguna, aclaraba mi madre mientras me dictaba la receta-, un cuarto kilo de azúcar, un sobre de flan Potax y 50 gramos de cerezas cristalizadas.
Néstor me arrastraba en la cama por los pies, los acariciaba, pasaba los dedos por mis uñas pintadas siempre de fucsia. Se detenía en mis meñiques, flacos y un poco retorcidos. Notaba mi sudor. Me contaba acertijos y chistes picarones. En el momento que estaba a punto de levantarme, de saltar de la cama, de ir en busca de la pelota, me sujetaba con sus brazos, me empujaba lentamente. No se podía estar quieto, era un comportamiento poco decente. Yo no sabía jugar, le daba pequeños besos y dejaba que rozara sus labios en mi cuello. Estaban ardiendo. El truco era trabajar bien las yemas con la mantequilla, hacerlo con una cuchara de palo –puntualizaba mi madre- e ir añadiendo todos los ingredientes, dejar correr la imaginación. La cocina de mi casa era concurrida. Ella no entendía otro sitio mejor para recibir a mis amigas.
Es rígido, resistente y accidentado,
atrevido y por delante agujereado
y, de tanto golpear la ranura, agotado.
¿Qué es? Me preguntaba. Su cara al mirar la mía era un poema. Y muerto de la risa me daba la solución: Una llave.
Él y yo siempre buscábamos la soledad, retrasaba el regreso a su casa. Chocaba conmigo constantemente. Quiero juguetear –insistía. -Encontrar tu cerradura. ¡Era tan divertido! Se van mojando los galletones en la leche y se colocan en una bandeja. Se cubre con una capa de crema, así sucesivamente. Al final se baña con el chocolate, que debe estar bien frío; sin meter los deditos para llevárselos a la boca -¡cómo sabía!- y finalmente se adorna con las cerezas. Me empecé a encariñar con las travesuras de Néstor y sólo pensaba en una hora, en esa hora en que llegaría mi apuesto galán.
Comprendía que no podía competir con sus amigas tan sabias. Ambos éramos casi adolescentes. Yo era menuda, delgada y con poquito pecho. No sé por qué, pero no me crecían. Mi pelo era lacio, de color castaño. Mis ojos sí eran grandes y felinos, y gracias a los míos y a los de la pelota podíamos movernos a gusto en la oscuridad.
En los juegos se deslizaba por mi cuerpo sin cesar.
Una tarde le pregunté:
-¿Tú vas a misa todos los días y te confiesas?
-No comprendo por qué me haces esa pregunta.
Entonces le expliqué que yo había cambiado de confesor.
-¿Por qué? -¿Qué te ha preguntado?
-Muchas cosas, quería saber si había tenido malos pensamientos, si había leído cuentos picantes o revistas escabrosas u obscenas. Quería saberlo todo. Y en un momento determinado lo dijo de pronto: ¿Alguien ha acariciado tu cuerpo? ¿Te has dejado tocar?
Sentí mucha vergüenza. Pagué mi penitencia y no volví más a pesar de que me dio consejos para una buena vida y una santa muerte.
La conversación surgió en aquella cama, en aquella habitación oscura, donde yo me imaginaba que desfilaban brujas, que se camuflaban entre las paredes y palpitaban con sus orgías sexuales al mismo tiempo que nosotros. Sabía que no podía competir con sus amigas, tan sabias.
Yo era menuda, delgada y sin pecho.
Sentada en la oscuridad miraba sólo su cara y su amplia sonrisa; reclamaba mi atención. Le gustaba jugar con las tiritas de mi bañador, desabrocharlas. El lugar se llenó de encanto y la aventura lo inundó todo. Nunca me habían acariciado de esa forma.
Si tuviera que elegir un recuerdo, una sola imagen de todos los instantes tiernos que vamos guardando a lo largo de la vida, me tendría que fallar mucho la memoria para olvidarme de mi seminarista.
Fragmentos de mi libro “Del amor y las pasiones”. (Anroart)
www.rosariovalcarcel.com
facebook/rosariovalcarcel/escritora