La noche
swinger
…Una de las salas era una especie de
santuario para la oración, un verdadero templo, un laberinto del sexo del que
salía un ambiente apretado, espeso, un calor sofocante que me embotó. Creí que
iba a ahogarme entre aquellas bocanadas de aire muerto, de aire que olía a
cuerpos calientes, sudados, apiñados. Se revolcaban sobre unas colchonetas, se
retorcían con desgana.
Me asustó comprender el comportamiento de
los humanos, el patético estado al que podemos llegar. ¿Sería que yo no sabía
apreciar las cosas raras? Retuve el aliento sin saber qué hacer, ni qué decir.
Nos observaban. Estaba muerta de vergüenza, incómoda, no sabía que demonios
hacía allí. Intenté huir:
-Quiero irme de aquí.
Se lo dije bajito a Ignacio pero me
agarró del brazo y durante un rato nos quedamos quietos, mirando unas siluetas
recostadas en lechos oscuros. Él quería disfrutar aquella experiencia,
contemplar como bebían el néctar de la juventud.
Era un escaparate libertino.
Entre los sonidos lujuriosos no se sabía
quién penetraba y quién se dejaba penetrar. Todos los espectadores nos
deslizábamos silenciosos en medio de aquel mar que ardía. Se movían como lava
manando de un volcán, sorbiéndose. Eran miradas que buscaban roces
interminables, una sonrisa, una prueba de que aún existían.
Un espectáculo de encuentro y de
pérdida, de verdades y de mentiras. De desahogo y de desaliento.
Debí de haberme ido, pero hice un
esfuerzo y me quedé. Intenté cerrar los
ojos pero no podía, sentía sus miradas en mi rostro, en mi pecho, sentía
asombro, horror, desconcierto. Me sentí sucia.
Pero allí no había manzanas ni pecados.
Todos estaban desnudos: viejos y jóvenes, mujeres esmirriadas y gordas. Pálidos
con la piel de color azulada y con bolsas colgándoles de sus barbillas o
esbeltos con poco pecho y culos encogidos. Igual que burbujas flotaban y
reflotaban en la oscuridad, se zambullían en su placer, se deslizaban, se
sobaban como para quitarse la angustia.
Pretendían llegar a la pequeña
muerte.
Algunas parejas y algún chico suelto se
acercaron a donde estábamos nosotros. Todos a su manera querían participar de
la escena con ojos lujuriosos. Miraras donde miraras te encontrabas ojos con la
mirada encendida, ojos babeantes, ojos que absorbían, ojos indagando, ojos
comparando. Ojos que festejaban el sexo.
Ignacio me miraba con insistencia. Éramos
mirones: ellos y nosotros.
Tenía razón Bukowski cuando decía que los que se hacían swingers se
convertían en cuerpos sin alma…
Fragmento entresacado de mi libro Sexo,
corazón y vida (Anroart, 2010)
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