El
mar es como un viejo camarada de infancia a quien estoy
unido con salvaje amor. Yo
respiré de niño su salobre fragancia, y aún llevo en mis oídos su
bárbaro fragor…
Tomás
Morales
La pintura de
Javier Rodríguez nos remite al principio de los tiempos, al origen de la vida y
a la felicidad, nos remite a la memoria, al misterio, a la mítica de las
Hespérides.
A una realidad
nueva, a una tierra que se defiende del viento, de la humedad sobre las aguas,
de esas olas arrolladoras que recorren los océanos. Recrea nuestro artista la
arena, las rocas, las conchas marinas, el musgo y las algas. Las criaturas
marinas. Y todo eso lo consigue a través de la espontaneidad y efusividad de
los tonos y el color.
Y nos muestra
una serie de paisajes imaginarios, desde donde asoman bajeles vegetales, cielos
con nubes navegantes, arenas de playas luminosas y mareas que se sumergen. El
alba que brota de la espuma. Todo tan rico en detalles que convierte sus obras
en una tempestad de color y de tonos, de estallidos y de silencios. De latidos
envueltos como el aire, de olas que simulan velos preciosos en las
profundidades marinas...
Porque él trata
con un gusto delicioso y refinado sus colores, explora los registros sonoros
del pigmento, los fusiona y los expande por el lienzo con unas combinaciones
tan sutiles que consigue que lo real y lo sobrenatural se confunda.
Pinta Javier
amaneceres y atardeceres: apacibles y cálidos. Recoge esos momentos previos al
ocaso en el que el sol cambia la tonalidad de la atmósfera. Momentos, tan
ardorosos, que tienen la capacidad de envolver nuestros sentidos, de expandir
energía, de traspasar los límites del marco, de extenderse por toda la sala y
crear una atmósfera auténticamente poética.
Algunos mañanas
Javier Rodríguez se sitúa con su caballete en la playa de su niñez, en ese
escenario de tantas vidas, en Las Canteras, y pinta escenas desde La Puntilla
al Confital. Homenajea su infancia y nos muestra La Peña de La Vieja, la Peña
de la Galleta, la del Burro. Los Lisos y todas las demás rocas
fortificadas por La Barra. Pinta el silencio y murmura sus nombres y observa
como se balacean las sebas y las aguavivas, como se convierten en figuras
extrañas que merodean cerca de la arena. Y contempla el reposo de las olas, la
nostalgia flotando bajo los charcos, el aliento de los surtidores al colarse
entre las rocas. El alma del cielo.
Y nos muestra
también el mar confiado, el bullicio de la noche de San Juan, donde brotan
hogueras como manantiales de acuarelas.
Porque nuestro
artista igual que los impresionistas prefiere mostrar los momentos soñados de
la vida, desempolvar su álbum de fotografías, pensar a través de su pintura y
dar rienda suelta a sus emociones. Transformar la realidad, lo desconocido que
procede de su subconsciente.
Y refleja la
cultura del mar y pinta sus tatuajes en color, donde predominan las distintas
tonalidades de azules y turquesas contrarrestadas con la calidez de los tonos
rosáceos, siena y empolvados, o blancos con guiños del violeta de la amatista.
Y todos los verdes o amarillos imaginables que aplica con plenitud, aumentando
así la sensación de irrealidad.
Percibimos el
cromatismo de su paleta en las nubes deshilachadas, en sus oquedades, en las
cuevas pedregosas o en las costas batidas por las olas.
Y nos cuenta
que cruza los pasadizos de la luz, y en la oscuridad su pintura prende como una
lumbre, como cánticos acariciantes del que brotan destellos, chispas que se
envuelven en un halo de rojos encendidos. Del color que tanto en Oriente como
en Occidente utilizan para alejar la maldad, del color de las ceremonias
hindúes.
En la pintura
de Javier Rodríguez hay poética, texturas que viajan más allá de la
expresividad, una poesía que se distancia de lo cotidiano y de lo visible y que
utiliza lo real para incluir el sueño, lo mistérico, las emociones, la
sensualidad, lo irreal. La explosión de las nebulosas como semilleros estelares.
Percibimos
también el cromatismo de su paleta en los fondos marinos empapados de un
animalario fantástico, de jardines que florecen repleto de algas, de peces que
culebrean o que ágiles saltan por el aire, de lirios de mar, de mariposas que
desfilan como fugaces relámpagos anaranjados.
Refleja nuestro
artista con pincelada corta y segura un mundo lleno de formas, de figuras
míticas captadas con sensibilidad y movimiento, figuras que chapotean con
ninfas frágiles y sensuales. Hadas que marcan una atmósfera realmente mágica.
Hondonadas a modo de tobogán que se adentran en el mar en busca de todos los
tesoros.
Javier ha
paseado su pintura por Alemania, Inglaterra, Holanda, Tenerife… Ha realizado
murales para hoteles de las islas y para restaurantes eróticos en donde podemos
contemplar unos angelitos sensuales, rojizos entre fuegos derretidos. Es
un experto pintor que sigue colgando su obra con gran éxito y que ahora
con la cercanía de una musa como su compañera Pino Vallejo ha potenciado sus
anhelos y sus fantasías.
La pintura de
Javier me cautiva porque se sustenta en la capacidad para transmitir en el lenguaje
plástico la trascendencia de lo imaginario. Un lenguaje repleto de sentimientos
y emociones.
Me identifico
con nuestro pintor en la presencia de los sueños y en las imágenes, en la magia
y los colores que trata con un gusto delicioso, bello y armonioso. Me
identifico con Javier Rodríguez quizás porque estoy unida por los mismos sueños
o protegida por los mismos espíritus.