por Manu de Ordoñana
Se suele decir que todo está escrito en los clásicos griegos y que, a partir de ellos, ha sido
imposible crear algo nuevo y original. Ya Eugenio D´Ors aseguró que todo lo que
no es tradición es plagio, y Baroja fue más allá al concluir que todo lo que no es
autobiografía es plagio. Eso explicaría el que pocos escritores se hayan
librado de ser acusados alguna vez de plagio literario, tal y como apunta Manuel
Francisco Reina en su libro “El plagio como una de las bellas artes”. Y es que
la frontera entre plagio e imitación —o reproducción o falsificación— no está
bien delimitada y se presta a confusión.
El inicio del Quijote “
En un lugar de la Mancha…” es
un octosílabo copiado del romance popular “
El
amante apaleado”. La fórmula “
de cuyo nombre no quiero acordarme…”
está en un cuento del infante Juan Manuel sobre el conde Lucanor Juan
Manuel sobre el conde Lucanor, que empieza así: “Señor conde —dixo Patronio—,
en una tierra de que me non acuerdo el nombre, avía un rey…”. El sobrenombre de
“
Caballero
de la triste figura” que Cervantes atribuye al Quijote es el título del
libro III de Clarián de Landanís, escrito por Jerónimo López en 1588.
¿Sería justo acusar de plagio a Cervantes y a Shakespeare
por esos préstamos tomados de textos antes escritos por otros autores? En el
primer caso, es la mera adopción de unas expresiones que probablemente eran de
uso común en la época—aunque luego hayan pasado a la posteridad—, mientras que,
en el segundo, es valerse de una leyenda perdida en la noche de los
tiempos.
El
propio Clarín fue objeto de crítica acerba por parte de sus enemigos, que
vieron en “La Regenta” grandes similitudes con “Madame Bovary”, dos obras harto
diferentes, que sólo coinciden en que se sirven del adulterio para destapar una
sociedad que lucha por dejar atrás su vieja moralidad, además de la técnica
impresionista con que ambas fueron escritas y que Flaubert utilizó por primera
vez.
El
Tratado de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (1996) sobre
derechos de autor define la propiedad intelectual como el conjunto de
derechos que asisten a un autor por cada una de sus obras, ya sean literarias o
artísticas, siguiendo la línea que ya marcó
el
Tratado de Berna en 1886. Para ello, exige dos requisitos: que se trate de
una obra original y que esté plasmada en un soporte físico o digital,
entendiendo que las ideas abstractas no se protegen. Pero curiosamente, en
ninguno de los dos textos, figura la palabra “plagio”. Y tampoco la hemos
encontrado en la Ley de Propiedad Intelectual que el Congreso Español ha
enviado al Senado, y que, previsiblemente, será aprobada antes del 31 de
diciembre de 2014. Por algo será…
En la Antigüedad, el concepto de plagio surgió con el
comienzo de la esclavitud y era plagiario aquél que poseía siervos en
propiedad, como si fuere una cosa. En el siglo I de nuestra Era,
Marcial
utilizó por primera vez el término en otro sentido, acusando a Fidentino de
poeta plagiario, por haberle copiado versos y presentado como suyos. A
partir de ese momento, se extendió el calificativo de plagio a toda apropiación
indebida de un texto literario, considerándolo un delito de hurto, primer
indicio de lo que hoy entendemos por propiedad literaria.
Con la invención de la imprenta, se simplificó la
reproducción de los libros y apareció la piratería. El trabajo que suponía
reproducir muchos ejemplares de un mismo texto era nimio comparado con el
beneficio que se obtenía vendiéndolo, sobre todo, cuando el Renacimiento
despierta el interés de las clases privilegiadas por el conocimiento de los
textos clásicos. Así se explica la intervención de los príncipes para conceder
licencias de explotación —con el consiguiente abono de alcabalas— y proteger al
impresor —que no al autor— de la competencia de réplicas no autorizadas, además
del interés que tenía la Iglesia en evitar desviaciones de la ortodoxia oficial.
Así, poco a poco, en la Edad Moderna, se va configurando el
régimen jurídico del plagio como el acto de copiar libros y hacerlos pasar
como propios, aunque las licencias se concedían a los talleres de
impresión.
El
estatuto de la Reina Ana (1710), en Inglaterra, fue el primer intento de
legislar sobre derechos de autor, si bien su intención seguía siendo la de
proteger a los libreros. Pero, poco a poco, se fueron concediendo a los autores
privilegios de exclusividad para editar sus propias obras, en detrimento de los
gremios que pretendían conservar de su monopolio.
A partir de ahí, los países de Occidente siguieron su
ejemplo y adoptaron medidas más o menos estrictas para proteger la creación
literaria, entendiendo que la paternidad que el autor posee sobre la obra
nacida de su inteligencia es un derecho de naturaleza espiritual que le
corresponde, cuya usurpación por otro sin su consentimiento es un delito. El
autor escribe un libro y luego lo imprime —o hace un ebook—, para que el público
lo compre, lo lea y disfrute de él. El lector es así propietario del libro para
su uso personal, pero nada más que para eso. Tiene autorización para leerlo,
pero no puede copiarlo ni difundirlo —tan sólo volverlo a vender—, ya que ese
derecho corresponde íntegramente al autor o a su concesionario.
Esta limitación en el uso de un bien adquirido en
condiciones legales ha generado lucubraciones jurídicas acerca de su
aplicación, que no vienen al caso. Sólo consignar que la propiedad intelectual
presenta el carácter general de un bien material —como la
posesión de un automóvil—, que otorga a su propietario el derecho a disponer de
él con absoluta libertad, y el carácter especial que
corresponde a un bien incorporal, que necesita materializarse para entrar en el
mercado y generar beneficios a su creador.
Precisamente, por este carácter especial que poseen los
libros —igual que cualquier otra creación artística—, hubo que desarrollar una
legislación propia para su protección. En el ámbito anglosajón, surgió el
término de copyright y en Europa el de derecho de
autor, dos conceptos que, si bien coinciden en lo fundamental, presentan
una diferencia importante: El primero tiene una finalidad más mercantilista, ya
que defiende, sobre todo, el derecho patrimonial o económico,
de carácter enajenable, para obtener beneficios por la explotación de la obra,
mientras que el segundo reconoce además elderecho moral , de
carácter irrenunciable e inalienable, que el autor posee a divulgar su obra, al
reconocimiento de la autoría de la misma, al respeto a la integridad, a su
modificación, a la retirada del comercio y el derecho al acceso del ejemplar
raro, con lo cual el legislador ha querido diferenciar dos tipos de delitos:
1.- La piratería, que viola siempre el derecho
patrimonial, bien sea por reproducción, bien sea por su posterior distribución.
2.- El plagio, que vulnera el derecho moral, por
ser el hurto de un bien inmaterial, aunque pueda no tener consecuencias
crematísticas.
Si bien la piratería es un concepto inequívoco, no ocurre lo
mismo con el plagio, cuya definición es ambigua y se presta a numerosas
interpretaciones. El diccionario de la Real Academia Española dice: ”Plagiar
equivale a copiar sustancialmente una obra dándola como propia”. Y el Código
Penal tampoco concreta demasiado.
El
Tribunal Supremo, en sentencia de 23/3/1999 señala que “plagiar es
todo aquello que supone copiar obras ajenas en lo sustancial, sin creatividad
propia, aunque se aporte cierta manifestación de ingenio. El plagio puede ser
encubierto pero fácilmente detectable al despojar la obra de los ardides o
ropajes que la disfrazan. Sin embargo, no procede confusión con todo aquello
que es común e integra el acervo cultural generalizado. En suma, el plagio ha
de referirse a coincidencias básicas y fundamentales, no a las accesorias,
añadidas, superpuestas o no transcendentales”.
Ante definiciones tan imprecisas, si nos preguntamos qué es
el plagio y cómo se reconoce, será difícil que respondamos de forma clara y
contundente, aunque luego, ante un caso práctico, seamos capaces de discernirlo
sin demasiado esfuerzo, justificando nuestro juicio en alguna apreciación
estética. Por una parte, calificaremos la originalidad de la obra encausada,
tras investigar tanto el fondo —la composición —como la forma —la expresión—, y
por la otra, la intensidad, es decir, cuánto del texto plagiado se repite y qué
grado de modificación ha sufrido.
Es verdad que el plagio es una falta imperdonable que todo
escritor debe evitar. Pero eso no le impide acometer asuntos tratados
anteriormente —al contrario, la colectividad se lo exige—, siempre que cumpla
determinados requisitos y no perjudique los intereses de los autores que le
precedieron. “
Todo
está escrito”, dijo Mario Benedetti en 1983, y Félix de Azúa lo ha
confirmado en su libro
Autobiografía de papel: “
la
poesía y la novela literaria han muerto“. Hagamos lo imposible para
resucitarlas
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