jueves, 30 de agosto de 2012

¿POR QUÉ LAS CORRIDAS DE TOROS GUSTAN TANTO?


          Llámale con el pañuelo, llámale con garbo y modo/ Échale la escarapela al otro lado del lomo.
                Llámale majo al toro./ Torero, tira la capa; torero, tira el capote;/ mira que el toro te pilla, mira que el toro te coge.
                Majo, si vas a los toros, no lleves capa pa torear,/ que son los toros muy bravo, y a algún torero le van a matar

                                                                                                                                           Canción castellana
Lo llamaban Topacio porque ―según decían muchos― sus ojos eran de color ámbar y en su piel dormían los matices del invierno, y en su mirada se veía un no sé qué que me atrajo, quizás un murmullo de inocencia o una sombra de dolor. Sólo su rabo reclamaba  juguetón un hogar.
                Se le veía cansado, siempre asustado, y si alguien intentaba acercarse se escondía. No es que tuviera el defecto de ser arisco, sino que a sus padres se los llevaron hacía unos meses y no los había vuelto a ver. Qué desdichado se sentía.
                ―Nunca me acostumbraré a estar solo.-
                Eso decía por lo bajo dando un resoplido mientras paseaba con su pena por los vericuetos de las dehesas. Se consideraba inferior a sus compañeros y creía que había nacido en un lugar equivocado. Recuerdo la noche en que lo separaron de su madre: lloraron y bramaron con tal brío que el eco de sus voces aún hiere en el aire.
 Dicen que el dolor de la orfandad suele durar una semana, pero Topacio no perdía la esperanza de reencon-trarse con ella. Intuía que ella nunca lo olvidaría aunque estuviese flaca, vieja y ciega, porque lo había acariciado y lamido, y ese aroma maternal no se nubla jamás. Quizás cualquier día –pensaba― sin darse cita, mientras vague con sus hermanas de camada, las memorias se reconozcan.
                Pero no era la única desgracia que acompañaba a Topacio. Con frecuencia le decían sus amigos:
            ―No me gusta tu cuello, no está creciendo con esbeltez y tus pitones no están armónicos.
                Topacio se sentía muy aturdido por los comentarios, parecía como si las desgracias trajeran más desgracias. Él sabía que un toro con un cuello corto malamente podía embestir. Y, aunque eso a él no le importaba, le afectaban los rumores malintencionados. No era brusco, ni alborotador, ni espantadizo y además tenía buenos andares; ese detalle era muy significativo porque revelaba su manera de ser y lo que llevaba dentro.
                Cierto día los numerosos toros y vacas que poblaban nuestro cortijo vieron llegar a un joven con aire de orgullo y pasos solemnes que se le acercaba a Topacio y le gritaba con satisfacción. Y  como si sintiera sangre torera en su cuerpo intentó darle algún capotazo con su camiseta roja. Mi pobre torito lo contempló con mirada generosa. Entonces aquel osado, con arrojo de diestro valiente y creyéndose descendiente de un gran señor feudal, recordó los lances de capa que había presenciado en alguna corrida de toros.
Y se sumergió en el tapiz de la arena con tal pasión que oyó los clarines y los timbales, percibió el paseíllo, antesala de un hecho atroz. Fascinado en su maldito desasosiego invocó la llegada violenta de aquel ser audaz y de mirada nublada. Redoblaron sus latidos cuando vio salir a los picadores que sustentan la perversión y la humillación y contaminado por un deseo asesino se le enturbió la inteligencia y se transformó en uno de aquellos toreros.
Hurtó el cuerpo con una soberbia verónica y se arrimó con penosa arrogancia  a lo que él creía una fiera. Se imaginó a un público levantándose de sus asientos… Pero el pobre animal sin trapío, anovillado, lanzó un mugido, escarbó la tierra y tomando carrerilla se alejó todo lo que pudo de aquel muchacho. Nadie socorría a mi torito y sin embargo era él quien huía del acecho de la muerte, quien abría los ojos en busca de un espacio infinito.
A partir de aquel día en que Topacio no acató su destino, los compañeros se hacían tristes reflexiones.
                ―Tendrá que resignarse a lidiar en plazas de segunda.
                ―Y será un barrabás ilidiable y cobardón.
                Es cierto que aquella tienta, aquella demostración de bravura, no tuvo resultados satisfactorios; sabía que no podía culpar al viento ni al frío, había un día pleno de luz, pero aquélla no era su faena. Él no podía admitir la arrogancia y frivolidad con que los humanos, entre juegos de tanteos, con muletas o sin ellas, le obligaban con codicia a aguantar una pelea desleal.
                Un día en que Topacio se hallaba despuntando unas hierbas y apartando moscas con el rabo, se le acercó un amigo y dijo:
                ―Topacio, te traigo una buena noticia.
                -¿Sí? ¿Cuál?
                ―He visto a tu madre.
                -¿Está viva? ¿No me engañas?
                ―Ven conmigo y lo verás.
                Los dos emprendieron el camino, subieron una colina árida y triste y cuando llegaron a un cerro el amigo se retiró y Topacio continuó solo, caminaba con sensación de dicha pero de pronto un lento malestar empezó a sangrarle su mente. Escuchó  el siseo de las escopetas, vio los cepos asesinos y miró el cielo plomizo como enlutado, algún mal presagio le perseguía. De pronto el camino se le tiñó de amargura, encontró a su madre cerca de un riachuelo, escuchando inmóvil el silbido de los cazadores.
                ―Tu padre acaba de morir.
                A Topacio se le saltaron las lágrimas y sin entender nada preguntó:
                -¿Sufrió mucho?
                La madre no podía contarle; sólo entre hipidos acertó a decirle que, cuando lo iban a apuñalar en la nuca con una gran espada, en un intento desesperado por sobrevivir se resistió a caer en la arena, e hizo esfuerzos casi milagrosos por encaminarse hacia la puerta por la que entró, esa que llaman de chiqueros. Pero su aliento era un susurro de dolor y en ese momento la plaza se vino abajo, todos los que estaban en el círculo pedían entre aplausos, pitos y pañuelos que le perdonaran su fatal destino. Qué ironía. ¿Perdo-narles ellos la vida? ¿Acaso les pertenecía?
                Mientras se lo contaba, Topacio pensó en lo fría y cruel que debió ser la agonía, o mejor dicho el lento asesinato. Se sintió paralizado también ante la indiferencia y el placer de los humanos, que dicen amar a los animales. Sin poder realizar movimiento alguno, asfixiado, no en su propia sangre como había muerto su padre sino en su propia rabia e impotencia. Madre e hijo se  abrazaron en el dolor y juraron luchar con todas sus fuerzas por transmitirle al público y al gobierno que muevan los pañuelos una vez más, no para que salga un torero a hombros tras una faena sanguinaria, sino para exponer abiertamente que esta herencia medieval ya no es un emocionante festejo como antaño, que hemos progresado.
                ¿Hemos progresado?

Relato entresacado de mi libro “La Peña de la Vieja y otros relatos” Ediciones Anroart.
Facebook/rosariovalcarcel/escritora;   www.rosariovalcarcel.com

lunes, 27 de agosto de 2012

¡Peligro! ¡Cuidado! Una ballena en la playa de El Confital, de Las Palmas de Gran Canaria




Por Juan Francisco González-Díaz


Moby Dick en las Canteras Beach, Rosario Valcárcel, Anroart Ediciones, S.L., Madrid-Gran Canaria, 2012. Novela-testimonio de 209 páginas donde la poeta y novelista, grancanaria, nos brinda un documentado fresco de los pormenores del rodaje en las aguas de la playa de El Confital, del filme británico Moby Dick, con John Huston de director, Ray Bradbury como guionista y Gregory Peck en el rol protagónico. 


Desde el primer renglón, una narradora testigo en primera persona del presente, nos prepara y anticipa para lo que va acontecer: “Los recuerdos son como el mar: van y vienen.”. Y acto seguido rememora, desde un “hoy”, donde se ha puesto a “ojear fotografías”, y del que le llega “…un recuerdo conmovedor, unas Navidades especiales: las del año 1954-1955, cuando la ballena blanca flotó en la playa de Las Canteras… Moby Dick se iba a rodar en nuestras aguas…”.  Preámbulo, siempre en presente, para todos los que nos adentremos en el libro. Instante inatrapable, donde empezamos a apreciar el sutil magisterio de la Valcárcel en su narratura, sobre todo para jugar, como le venga en ganas, con el tempo. 


Después, del punto y aparte del “…Moby Dick se iba a rodar en nuestras aguas.”; desde ahí,  a manera de flashbak, o analepsis, somos atrapados en el cuerpo de un pasado que actualiza esta novela-testimonio. Con maneras amenas y un tanto desenfadadas, desde un cierto tono de ingenua picardía adolescente, que nos va dando a conocer el personaje principal. Aquel narrador testigo del que habíamos hablado, Maria Teresa, ese  indiscutible alter ego de Rosario. 


De manera paulatina, en el desarrollo de la novela, vamos a saber de ella, de María Teresa, quien al momento de la filmación tiene quince años. Una hermana de trece, Lucía del Carmen. Y un novio, “por aquel entonces”, José Antonio. Al término de la primera página, refiriéndose al arribo a la isla de las principales figuras del filme, ella nos dice: “Mi hermana, Lucía del Carmen y yo teníamos la intención de ir a recibirles a la Terminal de Gando,  pero…”


Pero, para eso, tendrán que acceder a la gratificante y placentera lectura de este imprescindible título de la región canaria y de la nación española: Moby Dick en las Canteras Beach. Que, desde lo literario y sin hacerle concesiones a otros géneros, nos cautiva con la gracia de lo inefable, en lo epocal histórico de esos años. Al ponernos  de relieve, y casi sin que nos demos cuenta, aspectos imprescindibles e inmanentes de los más variados de cursares y conformaciones, que han ido conformando la idiosincrasia del ser canario. 


Doña Rosario Valcárcel, a partir de las fuentes de la literatura oral y los testimonios escritos, crea su más reciente libro, sobre la filmación de mayor trascendencia en Canarias. Destacando la construcción en uno de los astilleros de Gran Canaria de la maqueta de la enorme ballena blanca, para la decisiva secuencia final de la película y la presencia en la isla de dos mitos del cine del siglo XX, John Huston y Gregory Peck.


Moby Dick en las Canteras Beach recoge y recrea todas esas leyendas. Y nos las lega, al dejarlas registradas, en forma de libro, en novela-testimonio, que va a ir pasando, -pasará-, a ser evidencia tangible de lo canario y un fiel exponente de lo mejor de su  literatura.

jueves, 2 de agosto de 2012

UNA RUPTURA


                                                                    Toma mi corazón
                                                                    Y yo lo tendré más todavía.
                                                                    Cyrano de Bergerac

       Lo peor de las parejas sucede cuando llega la ruptura.
       Daba igual que fuera domingo o Carnavales, eran raros los días que Ezequiel lo pasaba bien. Desde que Carla le dijo que no quería seguir viviendo con él, no puede comer, ni dormir, está de malhumor. Lo pasa fatal.
       Lo conozco porque sus padres han vivido toda la vida en la planta alta  de mi edificio, y cuando era pequeño venía a jugar con mi hijo Raúl.
       Siempre lo he considerado de la familia.
       Llevaban siete años viviendo en pareja, y –aunque nunca se casaron- a todos los efectos eran un matrimonio. Tenían una niña de seis años, preciosa. La llamaban Paula. 
       Ezequiel había vuelto con sus padres pero esa vuelta le parecía un retroceso. No acaba de creérselo, la vida sin Carla ya no era lo mismo. No podía entender cómo había descubierto el engaño. Se juró a sí mismo que nunca más volvería a serle infiel. Le resultaba difícil vivir sin su niña, que hablaba y hablaba hasta por los codos.        
        Yo no supe bien lo que había pasado hasta que una tarde al salir de casa me lo encontré en el zaguán, sigiloso. Hablaba solo y se había quedado en los huesos. Pero cuando me vio, hizo un gesto con la mano para que me acercara, después se inclinó hacia mí, me dio dos besos y dijo:
       -Es el final. No quiere vivir conmigo.
       -¿Quién?
       -Carla, mi chica. Me dijo que no aguanta más mis infidelidades, que ha sido desgraciada durante demasiado tiempo y que ahora estaba con otra persona. Fue horrible, no podía creer lo que me decía. Según ella ha encontrado el hombre de su vida y me ha gritado llena de odio que he destruido la confianza de mi hija. No quiere saber nada de mí.
       -¿Y qué le has hecho? ¿Qué ha pasado?
       Él bajó la cabeza y avergonzado me contó lo sucedido. Me contó que tuvieron una pelea porque ella se había enterado de su aventura con una compañera de trabajo. Ella albergaba todavía la ilusión de que el matrimonio es una aventura romántica. Se consideraba amargamente defraudada. Él se preguntaba una y otra vez cómo habría descubierto el engaño cuando había sido su secreto mejor guardado.
      -No te preocupes. Ya te perdonará y harán las paces. ¿Dónde demonios va a encontrar una persona cómo tú?
       Ya se sabe que los hombres son propensos a exagerar, pero los remordimientos y la frivolidad de los hechos lo paralizaron  y yo sentí por él algo parecido al instinto maternal. Me miraba sin pestañear como un niño que busca a su madre. Le invadía la angustia, la culpa, el dolor. Atravesaba una crisis de melancolía. Había caído en esa tristeza que absorbe el agua de la vida, como dice la canción de Tres tristes tigres del Mago de Oz.
       -¡La echo tanto de menos!, pienso en ella a todas horas, sobre todo cuando llega la noche, cuando la sentía a mi lado, cuando la abrazaba como si quisiera hacerla cautiva. Cuando gravitaba con movimientos lentos sobre su cuerpo desnudo, cuando la poseía y sentía sus gemidos.
     Lo dijo como embrujado y sus ojos vidriosos reflejaron su pasión animal. Debo confesar que a mí me empezó a entrar un calor sofocante, un intenso fuego, una necesidad física de hacerlo.  Húmeda, el vestido se me pegaba a mi cuerpo y mi imaginación volaba y volaba, no podía detenerla. No quería entrar en mis deseos.
      Sabía que él se estaba dejando llevar un poco por el ardor del momento. Miraba para mi escote, para el nacimiento de mis voluminosos pechos y sin dejar de hablar me cortejó con los ojos, me cogió las manos, me acarició con la yema de sus dedos. Llena de confusión y temblorosa sentí que las olas se precipitaban sobre mí. No las aparté. No quise romper el hechizo.
      Pero mi bulliciosa excitación sexual se incrementó al ver su rostro lujurioso. Entonces me dio miedo mi impaciencia, me encontraba en el límite de mi resistencia pero me vino a la mente la piel arrugada, los cuernos, la desnudez y la forma grosera de la representación del diablo. De la traición. Estaba dispuesta a evitar el apasionamiento. Pero los dos sentíamos unas ganas intensas, vigorosas, inaguantable. De pronto no me importaba lo más mínimo que se propasase y me relamí como una gata en celo.
     Y es que Ezequiel despertó esa ternura que existía entre nosotros, despertó mi deseo salvaje, por eso cuando sentí su cuerpo junto al mío, me sentí muy excitada y decidí hundir mi cabeza en su hombro abandonarme a sus besos locos, al calor de su lengua.
     Todo fue muy rápido. El roce de sus manos en mis nalgas me hizo perder la razón y me dejé llevar por su sexo desgarrador, que igual que una serpiente, vibraba y se retorcía en mi gruta. Él parecía disfrutar con su dolor, con nuestro placer que se filtraba en los escondrijos del zaguán.
   Aquel día Ezequiel comprendió que la vida nos había juntado. Comprendió que los sentimientos y las fisuras que las relaciones amorosas producen determinarían su futuro


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