Ha llegado el carnaval, los días equívocos y carnales en el
que las noches se convierten en una explosión de luz, hierven los deseos, los maquillajes y las fantasías de oro y plata, de
plumas y lentejuelas. La muchedumbre ríe y se balancea al ritmo de murgas que
censuran o lanzan improperios a
gobernantes y personajes conocidos de la sociedad. Bailan con las comparsas,
dan rienda suelta a la ficción y el humor, y por encima de las cabezas
enmascaradas agitan los brazos, tiran polvos talcos, gritan, escapan de la
cotidianidad, escapan de sí mismos.
El carnaval juega un
papel liberador. Un papel en la que los Drags Queen expresan provocación
con sus ropajes, zapatos y actitudes. Pero este año en el Parque Santa Catalina
se ha formado un revuelo, la parodia titulada: Mi cielo, yo no hago
milagros; que sea lo que Dios quiera, ha creado algo más que malestar y opiniones para todos los gustos. Unos
dicen que hay ataques homófobos, que solo hay una transgresión dentro del
espíritu de los drags, otros que se ha faltado al respeto y a la libertad de
los demás, a las religiones cristianas y a la historia, que es ofensivo e innecesario. Apocalíptico.
El director
artístico del Carnaval de Las Palmas de Gran Canaria, Israel Reyes comenta que
la actuación de la Drag Sethlas, vestida de Virgen y Jesucristo crucificado: Es, artísticamente hablando, impecable y no
tenía intención de ofender, que solo hay una utilización del lenguaje estético
como lo hacen pintores, escultores, directores de teatro o de ópera, o como
ocurre en la literatura. Otros han visto en la imagen de la Virgen más amor que burla; más profesionalidad que chabacanería. Lo cierto es que ha intervenido hasta el Obispo de
Canarias, Francisco Cases lamentando "la frivolidad blasfema” del
espectáculo.
Llegados a esto, prefiero recordar otros tiempos, los
tiempos de la prohibición, cuando el carnaval era frenesí, aturdimiento de los
sentidos, la transgresión metafórica de las normas. Alegría y respeto. Me gusta
retroceder en el tiempo en que el carnaval era una fiesta popular, y adopta
máscaras igual que los primitivos o los actores griegos o latinos. Me gusta
recordar la época de las máscaras, de esas caretas pendientes de un hilo, de
esas caretas que decía Alonso Quesada: “compraban el sábado y el domingo
entraban en su casa con ella puesta”
Llevar careta era poner la voz en falsete para fingir quien
no era y ejercer la posibilidad de mostrarse atrevido o lanzar proposiciones a
las mujeres que encontraban a su paso, pasarse por adivino y leer la suerte sin
ser reconocido. Coqueteaban, reían, bromeaban, hacían cabriolas. Y si el interlocutor
encajaba la broma le expresaba su sentimiento, la sacaba a bailar, la invitaba a torrijas y aguardiente o les
amenazaban con escobas para que les diesen limosnas. Otras veces, el público
perdía el tino y, sin saberlo, se dejaba arrastrar por una mascarita que nos hacía una pequeña
reverencia, al mismo tiempo que se sujetaba con las manos el borde de la falda,
como queriendo decir:
- ¿Baila usted? Finalmente vivían lo que en aquella época se
podía tachar de momentos de locura en la que terminaban bailando con
arrebatados suspiros, hombres con
hombres o mujeres con mujeres.
Lo peor es que por aquel entonces yo era pequeña, y aquellas
mascaritas vestidas con tules, refajos, pijamas, sombreros: todo antiguo y
amarillento de estar guardado durante años, con sus caretas acartonadas y
deformes que imitaban viej@s, diablos, monstruos, me daban pánico. En la
inconsciencia infantil era imposible creer que fueran seres humanos.
Pero cuando más me asustaban era cuando se acercaban y con
grititos casi histérico preguntaban:
-¿Me conoces, mascarita?
Ahora las máscaras son de diseño. El sexo no es un tabú sino
un derecho. El carnaval es una alegoría a la vida, una entrega a la muerte
simbolizado en el entierro de la sardina. Una fiesta de masas, casi un gigantesco
botellón en el que se entremezclan la fantasía de las Reinas con los Drags
Queens.
Un carnaval en el que yo sigo escuchando -¿Me conoces,
mascarita?
Foto, Juan Vivanco Antón Cabezo T
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