A la isla de La
Gomera
El deseo es el motor del universo, el origen del
hombre y su final, y nada podemos
contra ello, Marqués de Sade
Si yo hubiese estado casada,
igual no me habría fijado en Roque.
Yo esperaba un hombre. Acababa
de conocerlo y lo observé con curiosidad. Parecía un ser prehistórico,
superviviente milagroso de algún movimiento telúrico. Lo miré desde lejos y
pensé que no se había adaptado a las nuevas exigencias del mundo. Era faquir en
el circo que había llegado a San Sebastián de La Gomera, donde yo vivía. Las
instalaciones las ubicaban entre el Cielo y la tierra en una explanada muy
cerca del muelle. Me acuerdo que me puse muy contenta. Nunca había visto un
faquir de cerca, sólo en la televisión; por eso un deseo irresistible me empujó
a acercarme a ese hombre, a hablarle.
-Hola, me han dicho que usted
trabaja en el circo. A mí de pequeña siempre me atraían los circos,
especialmente cuando actuaba Pinito del Oro, una trapecista canaria que sabía
jugar con una silla encima de la barra del trapecio.
Se sonrió con mi recuerdo y estrechó mis manos entre sus fuertes
manos.
Su pecho lo llevaba descubierto y por pantalón dos pedacitos de seda.
Ah, y unas cuantas lentejuelas sabiamente distribuidas sobre su carne desnuda.
Entonces me comentó que el circo se construye todas las noches, una lucha por
fomentar alegrías y sueños, una batalla donde no cabe el desánimo, la desolación,
ni las convalecencias. Yo lo seguí. Me fui con él. Los que estaban en la cola
empujaban. Uno de ellos me gritó que me había colado. Los colores de las
banderas y de la carpa se desplegaban. Les volví la espalda a todos y cogida de
su brazo entré orgullosa en aquella gran arena.
-Este trabajo es una pequeña comuna.
Lo observaba, parecía una estrella de
cine. Tenía un cuerpo sensual, macizo, robusto, sabía el modo de explotarlo.
Lucía una muy bien cuidada barba negra para infundir respeto. No pronunció
frases galantes pero los pelos se me pusieron de punta cuando me dijo:
-¿Te atreves a ir a la cama de clavos
conmigo?
-¿Estás seguro de que estaré cómoda? –le
contesté riéndome.
-Sí, sí, estarás a gusto. Los clavos
acariciarán tu piel como si fueran mis dedos.
Me puse colorada igual que un tomate, mis mejillas ardían. Estaba
poseída por el furor de vivir la experiencia más delirante de mi vida.
¡El
espectáculo va a comenzar!
El mar estaba muy cerca, se insinuaba
con lentitud. Algunos días se aproximaba a la carretera y la bañaba. Quería
alcanzar el asfalto, recuperar el terreno que poco a poco le habían ido
arrancando. Los saltimbanquis, payasos, domadores, trapecistas, acróbatas y
muchos más hacían el desfile con atuendos sugerentes. Bordeaban la pasarela del
escenario, bañados de escotes sensuales con inscrustaciones de plumas y grandes
capas en lamé doradas. El corazón me dio un vuelco. La arena del redondel se
volvió pegajosa, olía a lujuria, a apareamiento, a supervivencia.
No entendía como aquel cuerpo, con el torso en cueros, ungido con una
crema protectora, podía soportar el dolor. Me conquistó su cercanía, su
cintura, los hombros cuadrados, sus enérgicas piernas, su vanidad, su
perturbación. Estaba segura de que tendría los riñones destrozados. Se le
saltaron unas lágrimas, a mí también. Nos miramos y comprendí que le excitaba,
se deleitaba. Le gustaba descender a los infiernos, jugar con el sufrimiento,
rozar la muerte. Mi corazón se aceleró y, sin darme cuenta, estaba
temblando.
Si yo hubiese estado casada, igual no me habría fijado en Roque.
Tenía treinta y cinco años. Todas mis amigas me hablaban de sus
maridos, de lo galantes, locos, amenazadores o tiernos que eran. De sus noches
de amor, de sus excitaciones y hasta de sus jadeos. Le rezaba a San Antonio de
Padua, le encendía unos cirios, le rogaba que me enviara un novio. Deseaba
tener un hombre en mi cama. Me negaba a vivir dormida como mi isla.
Por eso aquella tarde lo miré con peligrosa intimidad, me prometí no
dejarlo.
Cerré las páginas de mi existencia. Siempre creí que los hombres
estaban hechos de otra materia y en este caso no estaba equivocada. Antes de
comenzar su actuación Roque encendió unas velas a su alrededor formando un círculo.
Se tragaba una docena de clavos igual que si fuese una hamburguesa, se
convertía en domador o en la trapecista más famosa del mundo. Las ceras
ardieron hasta consumirse. Fue un signo propicio.
Un coro de voces angelicales anunció de una forma más divina que humana
la llegada de una jaula de leones. La comitiva parecía sacada de un cuento de
hadas. Al pasar por mi sitio, me besó la mano. El gentío bullanguero aplaudía él
-igual que un pavo real- saludaba con mucho ringorrango al público. Entró en la
celda de los animales vestido como un antiguo luchador romano, manejaba con
violencia el látigo mientras articulaba gritos para provocar a sus fieras. Las
sensaciones eran intensas, sus movimientos eran rítmicos, afanosos. Me acosó
con su erotismo, me soliviantó. El corazón me latía muy deprisa. En la
distancia me invitaba con sus grandes ojos. Parecía en trance.
Si hubiese estado casada, igual no me habría fijado en Roque.
Yo esperaba un hombre y él me cautivó, me cautivaron su coraje, sus
gestos, su humor, su expresión. Me produjo una emoción de regocijo. Había
tenido algunos novios, experiencias sexuales y amores pero el deseo no me
dejaba llegar a la felicidad, por eso cuando lo vi no le di más vueltas, me
olvidé del frenesí, de la salvación de mi alma, de los principios morales y
hasta de los religiosos. No me importaba si era bueno o malo. Ese hombre me
había impresionado más de lo normal y quería llevármelo a mi casa. Intentaba
concentrarme pero un único pensamiento me distanciaba: lo veía salir de su gran
jaula con el látigo en la mano, saltar sobre mí y azotarme con tal pasión que
la piel se me caía a tiras.
En la arena Roque luchaba. Yo estaba frente a frente, en las primeras
filas. Cerré los ojos para no distraerme, me sumergí en la caricia de sus manos
a través de la fusta, recorrí la silueta de su cuerpo, noté sus piernas
desnudas junto a las mías, palpé todos los rincones. Me salpicó hasta su sudor,
escuché los chasquidos de la vara y los aullidos de las fieras. El poseía esa
energía efervescente, ese fuego, ese arte delicado que sirve para mantener a
una mujer en continua exaltación. Lo más terrible de todas esas sensaciones era
que yo me había sumergido en su quimera. En su strip-tease mental. Sabía que la
muerte podía merodear dentro de aquella gran celda, pero inconscientemente lo
buscaba. Al igual que a los leones el olor a carne fresca me volvía hambrienta,
quería cebarse.
Ocupaba el corazón de todos los espectadores. Me dejé llevar por el
espejismo, escuché los aplausos, el palpitar de su piel en cada movimiento, el
tintineo de los dientes, su agitación envolvente. Me sonreía, me mordisqueaba
con fuerza pero sus besos no eran de vida sino de muerte. Me sacudía aquella
perturbación. Tenía una habilidad especial. Gustaba a los hombres y enloquecía
a las mujeres. Tuve miedo de no volver a verle nunca más.
Los sonidos se arremolinaban. Su lengua áspera recorría todas las
guaridas de mi cuerpo. Me recreaba viendo el látigo en sus manos, me torturaba.
Confieso que descubrí bienestar. Me entregué. Fue una borrachera de placer
doloroso.
Dicen que durante el reinado de los emperadores se ideó una nueva
especie de cacería en la cual los “bestiarios” no daban muerte a los animales
feroces. Los abandonaban al pueblo, que se precipitaba en la arena donde se
habían plantado árboles que le conferían la apariencia de una selva. Masacraban
a todos los que podían. El despojo pertenece siempre al victorioso. Me dominaba
la pasión y el presentimiento de la muerte.
De repente, Roque perdió su don de agilidad. Un león con las pupilas
encendidas de cólera, los hombros hacia arriba y las orejas hacia atrás, le dio
un zarpazo y ¡bum! Cayó en el aserrín, en la hierba seca, como si hubiese sido
de plomo. El rey de los animales bramaba después de dar algunas vueltas por la
arena. Rugió con satisfacción y orgullo, desafiando al universo.
-¡No te muevas! –le gritaban-. ¡No te muevas!
Salí corriendo de la carpa. No quise saber cuál fue su destino. En los
alrededores se había instalado un mercadillo circense. Vendían toda clase de
artilugios. Yo seguía corriendo y me encontré con el mar, su costa acantilada,
su arena azabache y sus aguas adormiladas. A mucha distancia las terrazas y los
bancales, las brumas deshaciéndose. Los palmerales y el paisaje encantado con
sus roques gigantescos. Pensé en zambullirme, pero seguí corriendo. El viento
de la muerte sacudía mis sentidos. Parecía que me llegaba el olor de la arena y
de las piedras. No podía detenerme. Sabía que el circo se marcharía y no lo
volvería a ver. Estaba triste, el esplendor de lo desconocido había nublado mis
ojos. El azar quiso que el deseo por Roque se apoderase de mí.
Seguía
corriendo, cuando a lo lejos escuché:
-Compren y no se arrepentirán.
En la tómbola la gente jugaba a
descubrir su futuro.
-Ganarán el reloj que marca la hora exacta de la muerte.
Relato entresacado de mi libro DEL AMOR Y LAS PASIONES.
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