Vine, Martín, y no estás. Me he sentado en el peldaño de tu
casa, recargada en tu puerta y pienso que en algún lugar de la ciudad, por una
onda que cruza el aire, debes intuir que aquí estoy. Es este tu pedacito de
jardín; tu mimosa se inclina hacia afuera y los niños al pasar le arranzan las
ramas más accesibles… En la tierra, sembradas alrededor del muro, muy
rectilíneas y serias veo unas flores que tienen hojas como espadas. Son azul
marino, parecen soldados. Son muy graves, muy honestas. Tú también eres un
soldado. Marchas por la vida, uno, dos, uno, dos… Todo tu jardín es sólido, es
como tú, tiene una reciedumbre que inspira confianza.
Aquí estoy contra el muro de tu casa, así como estoy a veces
contra el muro de tu espalda. El sol da también contra el vidrio de tus
ventanas y poco a poco se debilita porque ya es tarde. El cielo enrojecido ha
calentado tu madreselva y su olor se vuelve aún más penetrante. Es el
atardecer. El día va a decaer. Tu vecina pasa. No sé si me habrá visto. Va a
regar su pedazo de jardín. Recuerdo que ella te trae una sopa cuando estás
enfermo y que su hija te pone inyecciones… Pienso en ti muy despacio, como si
te dibujara dentro de mí y quedaras allí grabado. Quisiera tener la certeza de
que te voy a ver mañana y pasado mañana y siempre en una cadena ininterrumpida
de días; que podré mirarte lentamente aunque ya me sé cada rinconcito de tu
rostro; que nada entre nosotros ha sido provisional o un accidente.
Estoy inclinada ante una hoja de papel y te escribo todo
esto y pienso que ahora, en alguna cuadra donde camines apresurado, decidido
como sueles hacerlo, en alguna de esas calles por donde te imagino siempre:
Donceles y Cinco de Febrero o Venustiano Carranza, en alguna de esas banquetas
grises y monocordes rotas sólo por el remolino de gente que va a tomar el
camión, has de saber dentro de tí que te espero. Vine nada más a decirte que te
quiero y como no estás te lo escribo. Ya casi no puedo escribir porque ya se
fue el sol y no sé bien a bien lo que te pongo. Afuera pasan más niños,
corriendo. Y una señora con una olla advierte irritada: “No me sacudas la mano
porque voy a tirar la leche…” Y dejo este lápiz, Martín, y dejo la hoja rayada
y dejo que mis brazos cuelguen inútilmente a lo largo de mi cuerpo y te espero.
Pienso que te hubiera querido abrazar. A veces quisiera ser más vieja porque la
juventud lleva en sí, la imperiosa, la implacable necesidad de relacionarlo
todo con el amor.
Ladra un perro; ladra agresivamente. Creo que es hora de
irme. Dentro de poco vendrá la vecina a prender la luz de tu casa; ella tiene
llave y encenderá el foco de la recámara que da hacia afuera porque en esta
colonia asaltan mucho, roban mucho. A los pobres les roban mucho; los pobres se
roban entre sí… Sabes, desde mi infancia me he sentado así a esperar, siempre
fui dócil, porque te esperaba. Sé que todas las mujeres aguardan. Aguardan la
vida futura, todas esas imágenes forjadas en la soledad, todo ese bosque que
camina hacia ellas; toda esa inmensa promesa que es el hombre; una granada que
de pronto se abre y muestra sus granos rojos, lustrosos; una granada como una
boca pulposa de mil gajos. Más tarde esas horas vividas en la imaginación,
hechas horas reales, tendrán que cobrar peso y tamaño y crudeza. Todos estamos
-oh mi amor- tan llenos de retratos interiores, tan llenos de paisajes no
vividos.
Ha caído la noche y ya casi no veo lo que estoy borroneando
en la hoja rayada. Ya no percibo las letras. Allí donde no le entiendas en los
espacios blancos, en los huecos, pon: “Te quiero…”. No sé si voy a echar esta
hoja debajo de la puerta, no sé. Me has dado un tal respeto de ti mismo… Quizá
ahora que me vaya, sólo pase a pedirle a la vecina que te dé el recado: que te
diga que vine.
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