A Cristina y Guillermo Guarini
Hace
más de quince años, mis amigos Mercedes y Federico me hablaron de un viaje
maravilloso, de un viaje a Gambia, el país más pequeño de África
continental. Pensé
que, como suele suceder cuando contamos los viajes, habían magnificado el
recuerdo.
El
sábado llegamos al aeropuerto de Banjul y nos recibió el calor pegajoso y la
sonrisa de Omar, el guía que nos iba a acompañar al hotel en una camionetilla.
Nos dio la bienvenida y cruzamos la capital que lucía el aspecto de las viejas
poblaciones coloniales. Y tras unos veinte kilómetros de traqueteo llegamos a
Kololi.
Por el
camino observé una carretera repleta de construcciones de hojalata que parecían
palomares, edificaciones abandonadas, mercados de colchones enrollados,
máquinas de coser viejas, electrodomésticos, puertas de hierro forjado, incluso
había cabras, vacas y ovejas que pastaban cubiertas de lana sucia mientras
esperaban por un buen cliente. Todo era un mercado de telas de mil colores. Una
actividad que no nace por el deseo de ser creativos sino por la necesidad de
sobrevivir. Yo miraba a derecha y a izquierda, parecía una fiesta.
Finalmente
Luis y yo llegamos al hotel y pasamos del ambiente pobre al rico, del urbano al
turístico. Recorrimos los jardines y nos encontramos con parejas de enamorados,
monos, pavos reales y aves multicolores. Y estaba mirando el pájaro azul cuando
tropecé con la mirada de Dembo, profunda, con una triste felicidad. Dentro de
mí se produjo una emoción sorprendente.
De
nuevo por la noche, cuando paseábamos por la bulliciosa población nos volvimos
a encontrar parecía preocupado pero nos sonrío y con un apretón de manos
exclamó:
-How
are you? Después con instinto protector, afirmó orgulloso:- ¡Gambia,
no pasa nada!
Una frase que todos repiten y que es mucho más que un slogan
turístico; es toda una declaración de intenciones. Me maravillaba la alegría
con la que viven. Las voces llenas de risas. Dembo, locuaz, habló de su vida
cotidiana. Bromeaba y nosotros nos reímos. Después nos contó que estaba alojado
en el hotel, trabajando en no sé qué. Hablaba inglés y yo no entendía bien lo
que me estaba diciendo.
El lunes siguiente, Zuleimán, otro guía, se ofreció a
llevarnos a nosotros y a nuestros amigos Cristina y Guillermo al mercado de Serekunda. Y me
sorprendió cómo los gambianos, humildes y con gesto alegre, alfombran aquel
laberinto de calles y callejones sin asfaltar, sucios, malolientes que giran y
giran como serpientes bajo un calor cegador. ¡Cómo organizan aquella
desorganización! Me acordé de los mercados europeos tan limpios, repletos de
flores frescas. ¡Qué diferencia y qué belleza a pesar del olor a pobreza!
Por
aquellos días los musulmanes celebraban el Año Nuevo y algunas mujeres
compraban gallinas vivas, carnes o pescados ahumados. En aquel revoltijo
desfilaban transportando sobre sus cabezas barreños con mangos, zapatillas,
cacahuetes o verduras repletas de moscas. Otras mujeres se trenzaban el pelo
unas a otras. Había tanta gente que, apenas conseguía avanzar sin pisar a los
vendedores, que acampados esperan ganarse algunos dalasis para comprar un saco
de arroz y sobrevivir.
Al
anochecer disfrutamos de los tambores, sonaban atronadores, alegres. Todos queríamos
bailar. Parecía un ritual.
Aquella noche apenas pude conciliar el sueño. Medité sobre las desigualdades de este mundo, la falta de Sanidad y la Educación que allí es obligatoria y gratuita solo hasta los doce años, en el trabajo infantil y en la mortalidad. Pero de pronto me llegó el recuerdo de Dembo, en cómo me piropeó, en cómo cogió entre sus brazos a una extranjera para bailar, en cómo riéndose decía:
-¡Es una chica bonita!
Y al recordarlo sentí una inquietud alegre. Se me escapó un
suspiro.
Al
día siguiente cambiamos el paisaje. Navegamos en pequeñas canoas por las
mágicas aguas del río Gambia y, sigilosos transitamos entre las raíces del manglar que
nos observaban mientras bebían aguas dulces y saladas,
mientras palpitaban
con el revoloteo de las diminutas mariposas amarillas y el sonido acompasado
de la garza y el pelícano que al vernos levantaban el vuelo.
Después, en Brikama, regateamos y compramos collares,
bolsos, objetos de madera. Yo me llevé dos pulseras de recuerdo, una para Dembo
y otra para Luis. Observamos la negritud del ébano y el rojizo de la caoba,
cómo barnizaban y abrillantaban aquellos pequeños troncos y cortezas por las
que seguían desfilando hormigas como si el árbol aún fuera árbol.
Y por
encima del graznido de las aves entre caminos de tierra, senderos y atajos se
entremezclaban los poblados y las aldeas aún mojadas por la estación húmeda,
los curanderos que leían la mano, las niñas pequeñas cargando cubos de agua en
sus cabezas. Y lo más hermoso los saludos de los niños que gesticulaban,
alzaban sus bracitos, corrían, algunos descalzos, detrás del vehículo para
alcanzarnos y gritaban:
-Tubab,
tubab, tuba (adiós, gente blanca).
Asocié
esa imagen con aquellos niños canarios que hace muchos años también corrían
detrás de los primeros ingleses que llegaron a Canarias. Corrían esperando que
les regalaran unos peniques. Y reflexioné sobre el matrimonio precoz y, en si a
las hijas de Dembo le habrían practicado la ablación.
Fuera un búho gritó y un
aliento de muerte recorrió mi alma.
El
jueves llegamos a otro mercado multitudinario, a la playa de Tanji. Al pisar la arena
sentí el fuerte olor a los arenques ahumándose, el olor al pescado y al
marisco fresco, el olor a las aguas fecales que corrían hacía el mar. Todo era
un alborozo, hombres y mujeres con baldes en las manos y otros
seleccionando el pescado que había llegado en las barcas pintadas. Y pensé en
las pateras que se rompen, en los barcos fantasmas y las sombras de seres
carnales a la deriva. Pensé en la capacidad de aquellos hombres y mujeres para
retar a la naturaleza y vencerla.
Según avanzaba, diseminado por la arena, nos tropezábamos
con tripas de pescado repletas de moscas, cientos de neveras oxidadas, ventas
ambulantes, latas vacías, zapatos y redes esparcidas, cebas y conchas. Y en el
cielo gaviotas y más gaviotas revoloteando, graznando, al acecho para devorar
cualquier resto de pescado o marisco que los pescadores tiren por la borda. Y
de pronto escuché la llamada a la oración de la tarde.
Han pasado algunos días pero si me concentro lo suficiente
en el recuerdo, puedo engañarme y ver la belleza de sus mercados, la mirada de Dembo, profunda, con
una triste felicidad, puedo escuchar el silencio del griterío de
los mercados. Puedo
ver la sonrisa de las aves alargar la mano y acariciarlas.
facebook/rosariovalcarcel
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