Fue uno de estos inviernos coloneses que parecen infinitos,
oscuros y aburridos como para esperar la muerte. Lo que estábamos haciendo. Ya
mi madre iba muy mal de salud. Ella sabía que se iba a morir, había visto
morirse tantos durante las dos Guerras Mundiales que le tocó vivir, que
disponía de una experiencia larga y asentada, y…
Tumbada en su sofá–cama desde el cual solía dejarse aburrir
por el televisor miraba al techo en la penumbra. Estaba agotada de haber ido al
baño, hacer sus necesidades y volver a su lugar de descanso. Se avergonzaba
mucho de que yo la tenía que asistir, asearla cuando se había ensuciado,
ayudarle para ponerse la ropa interior limpia, ella, que toda su vida se había
valido por sus propias fuerzas. Seguía siendo una anciana grande de cuerpo pero
ya no tenía fuerzas. Las caderas varias veces operadas, la columna vertebral
descompuesta, los pies, las rodillas…, todo le dolía y no le permitía
defenderse de los pequeños percances de la vida que se acumulaban en forma de
platos rotos y objetos perdidos por los rincones. Empezaba a ser muy
olvidadiza. Tuve que desenchufar la cocina eléctrica porque la dejaba prendida,
lo que era demasiado peligroso para toda la casa. Fue un gran choque para ella,
fue el principio del fin.
En aquella tarde de color gris oscuro, sin embargo, alguna asociación casual de la memoria llevó a mi madre a recordar el día que yo nací. Claro, muchas veces me lo había relatado, cómo me había dado a luz en aquella clínica campestre improvisada, edificio que anteriormente había sido un lugar de descanso para las élites del partido nazi y sus familias. Es que eso de perseguir y matar a judios, gitanos, dementes, pobres y otros seres inferiores, los llamados “Untermenschen” [=infrahumanos] y limpiar la bella tierra alemana de las “lebensunwerte Leben” [=vidas indignas de vivir] era una tarea dura que merecía un descanso en un lugar idílico. Pero ahora, a comienzos de 1945, ya todo se estaba viniendo abajo y el antiguo balneario para nazis con méritos asesinos se había convertido en un hospital improvisado. Mal improvisado porque casi no había infraestructura y la mayor parte de las enfermeras y personal médico no se componía sino de familiares de miembros del partido que los habían enchufado en la clínica lejana de cualquier ciudad, para escapar de los bombardeos sistemáticos y brutales de los aliados.
Que mi madre embarazada y su hermana menor con una niña de
corta edad pudieran abandonar Colonia, en estos meses bombardeada,
rebombardeada y recontrabombardeada, se debía a una orden del gobierno nazi que
no permitía sino a este grupo de personas salir de las ciudades. Sospecho
levemente que mi existencia se debe en buena parte a la agudeza de mi padre que
las vió venir con bastante antelación. Pero esta pregunta no se la quise plantear
nunca a mi madre, me parecía demasiado… qué digamos…,
denigrante. Y a mi padre nunca le pude preguntar. Ya había fallecido de
tuberculosis galopante hacía más de 40 años.
Volviendo a la silenciosa espera, estábamos aguardando a la
asistente de Cáritas que ayudaba a mi madre a preparar alguna cena, llevarla
hasta la cama, desvestirse y acostarse. En esta bolsa de silencio de pronto mi
madre me preguntó en colonés si ella me había contado alguna vez cómo yo
realmente había nacido. Paré la oreja. Cuando mi madre empezaba a hablar en la
lengua de nuestra ciudad era que tenía que decir algo íntimo e importante. Si
no nunca la empleaba.
Le contesté, también en colonés, que creía que sí, que había
llegado en los últimos dias del embarazo con la hermana a la clínica
improvisada, que ahí nací yo y que nada más que dar los primeros berridos
tuvieron que bajar conmigo y con ella en una camilla, corriendo escaleras abajo
hasta los sótanos porque pasaban aviones aliados.
“Sí, cierto todo eso”, me dijo, “pero falta algo que nunca
te conté”. En la penumbra la veía sonreír melancólicamente. “Lo que nunca te
conté es que el famoso aullido de las sirenas que prevenían de los aviones
arrancó en medio del parto. Y estos cagones de medicuchos noveles y falsas
enfermeras hijas de jerarcas nazis, que jamás habían soportado un ataque aéreo,
salieron todos corriendo, al sótano, y me dejaron sola en la mesa. La última
parte del parto la hicimos sólos, tú y yo. Por más de una hora no subió nadie a
ver lo que pasaba o a ayudar. Al final me desmayé cuando estabas afuera y por
fin subió entonces la única enfermera profesional que había. Menos mal.
Llevabas enrollado el cordón umbilical en el cuello y ya tenías un color azul
bastante subido. La mujer lo cortó con una tijera de papel que muy
previsoramente se había traido y te hizo respirar. El resto lo sabes. Subieron
otros, todos cagados de miedo por unos avioncitos que pasaban lejos y altos y
nos llevaron al sótano”.
Quedamos otra vez en silencio, ella agotada, yo estupefacto.
Fue uno de estos momentos en que toda la mente queda en blanco, no, ni en eso,
queda en la nada estupefacta. No es que fuera una revelación sensacional sobre
el comienzo de mi existencia en tierra, fue más bien un detalle absurdo en un
acontecimiento que para mí podía haber acabado en un siniestro, y con algo
menos de suerte no estaría yo aquí ahora para contarlo. Lo que me provocó este
momento en blanco fue más bien la asociación mental instantánea con un golpe de
humor negro, humor español del más oscuro habido y por haber.
El gran Gila, el más grande de los humoristas españoles para
los que se acuerdan de él, hoy está bastante olvidado. En la España franquista,
en cuya periferia canaria me tocó vivir mi juventud, fue el único que nos hacía
reír de vez en cuando, si una emisora de radio algo más atrevida lo ponía.
Monólogos telefónicos siniestros sobre la guerra (Oiga, ¿es la
guerra?… ¿está el enemigo?… ¡Que se ponga!) y otros
acontecimientos sombríos con una voz aburrida de subordinado obtuso. Uno de los
monólogos empezaba con una frase que me parecía extraordinaria por genial y
absurda. Se me quedó al instante en la memoria nada más que oírla la primera
vez:
Yo, cuando nací, estaba solo en casa y cuando mi madre
volvió me dijo: “¡Que sea la última vez que naces solo!”:
Yo no creo en el peso de los grandes traumas infantiles y
las demás tonterias del sicoanálisis y doctrinas afines, pero tengo que
reconocer que mi predilección por aquella frase, el haberla captado al instante
aunque entonces todavía no entendía muy bien el español, es algo extraño. Algún
fontanero del alma quizá podría seguir la pista al asunto pero creo que eso
daría demasiado trabajo, por lo que lo dejo ahí en el aire.
Aquella tarde no llegué a explicarle a mi madre la curiosa
asociación mental del monólogo de Gila con lo que recién me contó . En estos
momentos se oía en la puerta el ruido del llavero de la asistente, una mujer
grande y cuadrada de Colonia que hablaba impertinentemente en colonés con mi
madre, ella le respondía siempre en correcto alemán. El colonés no era para
todo el mundo.
Me despedí, bajé las escaleras y pensé contarle la
historieta otro día, pero se me olvidó, hasta que pocas semanas después, un
domingo, durante una breve excursión con unos amigos para ver una exposición de
arte africano, llegó una llamada de la clínica en que estaba ingresada por un
problema intestinal, me comunicaron que a mi madre le iba mal. Volvimos
inmediatamente pero llegué tarde. Ya había fallecido, rápida y discreta, como
solía despachar sus asuntos para no armar muchas molestias a los demás, era su
hábito. Me acordé entonces de la frase de Gila, comentario surrealista, poco
menos que intuición lejana y paralela a cómo yo había llegado al mundo, que se
lo quería haber comentado a mi madre, a quien le encantaba los chistes
absurdos, pero ya era tarde. Sea como fuere, se lo conté en silencio junto al
lecho de muerte, pero la destinataria ya no atendía aunque estoy seguro que se
habría reido bastante. Para los demás lo dejo aquí por escrito, por si
interesara.
Este relato de Carlos, que es el nombre por el que lo
conocemos todos los hispanohablantes que lo tratamos, es una pincelada de
humanidad, humor y emoción, de la mejor estirpe dentro de lo que conozco en la
literatura memorialista. Pero si ya les dije antes que se trata de mi mejor
amigo, puede que teman o sospechen que exagero. Por eso prefiero dejarle la
palabra a él, para que se convenzan por sí solos. Ricardo Bada, http://www.elespectador.com
facebook/rosariovalcarcel/escritora
Cuento para disfrutar, amiga. Gracias por cimpartírnoslo.
ResponderEliminarAbrazos