
Muchas horas viví
por suerte junto a la abuela y a menudo en mi memoria aparece su presencia
envolvente. Te paralizaba su sentimiento de seguridad para dirigir los encuentros
y desencuentros que se tejen en las relaciones humanas y su rostro me parecía
aún más hermoso que el de otras abuelas: sus ojos inquietantes, la piel blanca,
aterciopelada, pero tan diferente al de su juventud. Su paisaje había estado
expuesto a la vida que le tocó vivir.
―Qué ganas tengo de
darme un viaje.
Soñaba con visitar
Escocia, sus lagos, riachuelos y verdes montañas. Pero aquella espléndida
excursión siempre se aplazaba.
La crianza de sus
hijos y la mirada hacia atrás la habían sumido en un mar de frustraciones y nostalgias.
La llegada de los nietos la liaron en una repetición de su destino, pero lo
tomó con una actitud más placentera y gratificante. No era muy dada a las
efusiones, pero regalaba su existencia día a día.

Cuando alguien se
ponía enfermo, la abuela sacaba su temperamento decidido y establecía normas y
cuidados, tuviese o no importancia la enfermedad. Separaba la loza y los
cubiertos del enfermo, cambiaba la cama a diario, preparaba alimentos
reconstituyentes: sopas de gallina y trozos de pan con tropezones de
mantequilla para engordarnos, pues se preocupaba por la delgadez de esta
familia. Además estaba al pie de la habitación hasta que el enfermo se
recuperaba del todo. ¡Ah, y en mis camisillas me cosía unas bolsitas de
alcanfor para protegerme de los catarros!
A la hora de
dormirme, me sentaba en el filo de la cama. Nunca se tumbaba junto a mí, sino
que permanecía cerca, para recordarme mis oraciones. Su fuerte siempre fueron
las relaciones sociales y en algún momento también las divinas. Repetíamos
juntas algunas estrofas y espantábamos los miedos de la oscuridad, mientras con
la mirada colocaba todo en su sitio.
Cuando el abuelo se
jubiló, el porvenir le empezó a sonreír y por fin pudo ver algunas de las
maravillas con las que había soña-do. Estuvo en los Campos Elíseos, la catedral
de Notre Dame, los puentes del Sena. Nunca olvidó el barrio bohemio de pintores
de Montmartre, ni los palacios de Sissi en las afueras de Viena. Sus viajes
estaban hechos de momentos únicos.
Los hijos se habían
marchado hacía ya muchos años, los nietos ya habían crecido y la abuela comenzó
a sentirse sola. Sus fuerzas languidecían pero no deseaba renunciar a sus
obligaciones, voluntariamente asumidas. La soledad empezó a ganar terreno, las
sombras se derrumbaban.
―Ya no le soy útil a
nadie. Y como no soy eterna...
Fragmento de mi libro "LA PEÑA DE LA VIEJA Y OTROS RELATOS
Foto: Celebración de un cumpleaños mío con mi madre y mi padre, hermana y amigos.
facebook/rosariovalcarcel/escritora
Un fragmento que muestra el encanto y el empuje de este relato, tan entrañable
ResponderEliminarLuis León Barreto
Recordar a las abuelas, esas hojas que fueron quedando marchitas, alimentan todo el árbol genealógico.
ResponderEliminarUn relato muy hermoso, Rosario.
ResponderEliminarPor cierto, sigo tu blog desde hace un tiempo (debo de andar en la "página" cuatro de los seguidores del mismo, justamente mi foto aparece sobre la tuya).
Un abrazo.
qué curioso! Gracias y un beso
ResponderEliminarEste fragmento habla muy bien del libro, amiga. Bien ameno y de buen gusto.
ResponderEliminarAbrazos