viernes, 22 de junio de 2012

Solsticio de verano

Se aproximaba  el solsticio de verano. Nos pasábamos varios días recogiendo trastos viejos por todo el barrio, preparando la base de la hoguera. Recorríamos las casas de los vecinos y coleccionábamos gran variedad de enseres. Era la ofrenda a las llamas: ropas inservibles, sillas viejas, mesas destartaladas, cajas que quizás contuvieron cartas secretas. Revistas y periódicos que nunca se leyeron. Pedazos de mobiliario llenos de historias. Debíamos quemar el mal. Por las calles, los papahuevos anunciaban la fiesta. ¡Me divertía tanto corriendo tras ellos! Sonaban tambores, maracas y cornetas. Desfilaba. Ellos bailaban saludaban, se acercaban a los niños, se abalanzaban. Los asustaban.
En la arena hicimos un montón con los cachivaches que habíamos recolectado. Era la noche para la liberación, para exorcizar malos tiempos. El chico que más me gustaba me cogió la mano, me la apretó. No me retiré; al contrario, se me escapó una sonrisa en forma de pompas de jabón. Anxo me besó cerca de la boca, me proporcionó una sensación acariciante, me quedé rígida. En ese momento decidí que no me lavaría la cara en un año. Me tembló el corazón, sabía que eso era pecado, yo quería ser virgen hasta que me casara. ¡Cuántas cosas bonitas me decía! El cielo, regado de estrellas incandescentes, se derretía. Aquella noche había miles, nos vigilaban. Me acordé de las palabras de mamá:
-Ten mucho cuidado con los hombres. No les consientas todo.
Las parejas que habían bajado a la arena anhelaban que oscureciera, los chiquillos del barrio practicaban canciones, saltos y brincos. Jugaban, se divertían. Esperaban que pronto ardieran las hogueras y escalaran alto, tan alto como las casas. Que se abrieran de par en par los castillos fantásticos y las princesas encantadas se desencantaran. Esperaban que dieran las doce.
Chocolate, molinillo, corre, corre/que te pillo/a estirar, a estirar,/que el demonio va a pasar…
Sí, las hogueras estaban a punto de ser prendidas. Hacíamos coros, Satanás también pretendía bailar alrededor de nuestras almas. Aquella noche no iba a dormir. Era la fiesta del infierno. El fuego era el protagonista.
Mi padre me había dado permiso para que volviese más tarde a casa. Anxo estaba en nuestra pandilla. Tendría tres o cuatro años más que yo, así que podría tener dieciocho. El gran instante avanzaba, fluía sobre el aire. Iban a dar las doce. Las llamas de las pequeñas fogatas salían a la oscuridad, iluminaban el mar, convertían las sombras de la arena en fantasmas, en brujas encaramadas sobre sus escobas. Rasgando el aire, vestidas con faldas muy anchas y pañuelos oscuros en la cabeza. Mis amigas se refugiaban con sus novios. Estaban enraladas.

No había chiringuitos, ni algodón de azúcar, ni garrapiñadas. Las vecinas ofrecían papas y piñas asadas. Los niños las cogían con las manos, otros a escondidas encendían un cigarrillo. Roque, el más pequeño del grupo, y Nicolás se lo pasaban muy bien prendiendo la mecha de los voladores. Me asusté mucho. Siempre tuve desconfianza, creía que iban a estallar en mi cara.
Bernardo le sujetó el brazo a Juana María y saltaron los chorros de fuego, las fogaleras. Dos, tres, hasta siete veces; les gustaba hacer apuestas a ver quien brincaba más alto y bailaba alrededor del fuego. Por fin podría realizar mi sueño, pedir mi deseo. Sentí la presencia de alientos, duendes que –amparados en la oscuridad- nos acompañaban, se solazaban envueltos en las fogatas. Crac, crac, crac. Las chispas de las llamas se enredaban, crujían. Yo cerré los ojos. Pensé en el chico que más me gustaba. En secreto, muy bajito y sin pronunciar palabra alguna, dije: Haz que Anxo siempre me ame, que no se separe de mí. Lo repetí varias veces para que se hiciera realidad….

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