El arte contemporáneo lo aguanta todo, salvo el que un patán
que no lo ama ni lo entiende, lo utilice para blanquear o refugiar el dinero
sucio de la droga o del expolio a mansalva del erario público. Una colección de
pintura sirve en muchos casos para dorar la biografía de un nuevo rico e
incluso permite especular con su valor de cambio, como viene sucediendo desde
los tiempos del Antiguo Egipto.
Pero el arte sufre una agresión mortal cuando
un contratista cateto, un político ladrón o un mafioso pelanas almacena en una
guarida secreta cuadros de pintores de renombre solo porque un compinche más
enterado les ha dicho que valen una fortuna.
Si en una subasta de Shotheby´s un
asesino se enamora de un Matisse, lo puja y lo paga debidamente,
eso solo demuestra que es un asesino muy refinado. Si un ladrón se lleva de un
museo una pequeña tabla de Mantegna bajo el gabán impulsado por una pasión
irremediable de poseerla, adorarla y la encierra en un armario, se considera un
caso de locura amorosa que suele engendrar a veces el coleccionismo. Puede un
demente, llevado por la diabólica neurosis que a menudo provoca la belleza,
romperle con un martillo la nariz a la Piedad de Miguel Angel sin que por eso
la estética se destruya. A lo largo de la historia el arte ha servido para
perpetuar la memoria de muchos tiranos; se ha visto involucrado en innumerables
crímenes y a su alrededor se han derramado caudales sangre.
A Cesar Borgia le
diseñaba los cañones y los puñales Leonardo da Vinci; en la Florencia
renacentista la crueldad de los príncipes o la lascivia de los papas no impedía
su fervor por la belleza. El arte contemporáneo también lo aguanta todo, la
vanidad del burgués, el esnobismo del diletante, la codicia del especulador,
cualquier pompa de jabón, todo salvo que lo manosee un zafio con las uñas
sucias.
El país.com
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