Resultaba increíble que estuviéramos otra
vez juntos, después de tantos años nos tropezamos en su tierra.
La verbena se
celebraba en la playa de Panxón. En la arena las tinieblas nos observaban,
parecía que estábamos a punto de contemplar un eclipse total. Dos grandes
fuegos comenzaron a inflamarse. Se movían dentro del agua, los rayos láser
alumbraban la hora mágica de la noche de San Juan. Pensé que medio país estaba
haciendo el amor. Brotaron las hogueras, surtidores de acuarelas, y el ruido de
los petardos, cohetes y bengalas se oyó por toda la ciudad. El alma del cielo
se liberaba, lucía vestida de miles de colores. Sentí escalofríos y él me pasó
el brazo por encima, no sé si fue un intento de proporcionarme calor o de protegerme
de los poderes ocultos del fuego. Mi corazón latió con gran fuerza.
Foto de J. Pérez Curbelo La Noche de S. Juan en La Playa de Las Canteras, en Las Palmas de Gran Canaria
Regresó la música, el eco conquistó las
voces. Todos bailábamos de una forma enardecida, abrazados a nuestras parejas
sin pronunciar una palabra girábamos y girábamos. Las meigas, acompañadas de un
enorme griterío, invadían el paseo marítimo. Era un baile de amanecida, quizás
esperábamos ver danzar al sol junto a los gigantes y cabezudos. Los olores
característicos de los recitales, los perfumes calientes, dulzones. Los humos
de la madera quemada y los efluvios de sudor me bloquearon. Terminaron
emborrachándome.
Reconozco que mi primera reacción fue de
sorpresa, incluso de enfado, pero mi corazón y mi sexo no se ponían de acuerdo.
Me dejé llevar, sus pasos de baile eran pegaditos, aprisionados. En medio de la
oscuridad y de la muchedumbre, su pierna entre las mías. Tuve que hacer un
esfuerzo horroroso, no quería que notase mi apetito. Sus actos eran decididos,
su masculinidad, sus embestidas. La cabeza no me obedecía. El ritmo era tan frenético
que en algunos momentos mi cuerpo semejaba una pelota agitándose velozmente
para conseguir –a través de la música chillona- la posición adecuada. Empujaba,
me atraía hacia él con violencia. Susurraba la letra de la canción que
estábamos escuchando.
Yo estaba ciega de alcohol. Enloquecida, daba vueltas y
más vueltas: uno… dos… tres… Me apretujaba con sus fuertes brazos, me
flaqueaban los pies. Levantaba mi falda, tocaba mis piernas sin rumbo, o quizás
en una dirección segura. Encontró mis pliegues más íntimos, más oscuros. No se
detuvo. Los arañó. Yo no respiré. No veía a nadie. Palpaba su sexo caliente,
grande. Ahora bailábamos muy pegados, me estremecí igual que si hubiese metido
el dedo en la corriente eléctrica. Mi madre no me había aleccionado, sólo
prevenir y refrenar. No me aconsejó como debía, se dedicó a sermonearme: una
chica decente no debe hacer esto o aquello, es mejor que no hagas lo de más
allá. Cerré mis oídos.
En la arena las tinieblas nos observaban,
parecía que estábamos a punto de contemplar un eclipse total. Dos hogueras grandes
comenzaron a inflamarse. Se movían
dentro del agua, los rayos láser alumbraban la hora mágica de la noche de San
Juan. Pensé que medio país estaba haciendo el amor. Brotaron las hogueras,
surtidores de acuarelas, y el ruido de los petardos, cohetes y bengalas se oyó
por toda la ciudad. El alma del cielo se liberaba, lucía vestida de miles de
colores. Sentí escalofríos y él me pasó el brazo por encima…
Parpadeé y tuve la impresión de retroceder a través del tiempo, de
regresar a los primeros años de mi infancia en la isla. Nos pasábamos varios
días recogiendo trastos viejos por todo el barrio, preparando la base de la
hoguera. Recorríamos las casas de los vecinos y coleccionábamos gran variedad
de enseres. Era la ofrenda a las llamas: ropas inservibles, sillas viejas,
mesas destartaladas, cajas que quizás contuvieron cartas secretas. Revistas y
periódicos que nunca se leyeron. Pedazos de mobiliario llenos de historias.
Debíamos quemar el mal. Por las calles los papahuevos anunciaban la fiesta. ¡Me
divertía tanto corriendo tras ellos! Sonaban tambores, maracas y cornetas.
Desfilaba. Ellos bailaban, saludaban se acercaban a los niños. Se abalanzaban.
Los asustaban.
En la arena hicimos un montón con los
cachivaches que habíamos recolectado. Era la noche para la liberación, para
exorcisar malos tiempos. El chico que más me gustaba me cogió la mano, me la
apretó…
Las parejas que habían bajado a la arena
anhelaban que oscureciera, los chiquillos del barrio practicaban canciones,
saltos y brincos. Jugaban se divertían. Esperaban que pronto ardieran las
hogueras y escalaran alto, tan alto como las casas. Que se abrieran de par en
par los castillos fantásticos y las princesas encantadas se desencantaran.
Esperaban que dieran las doce.
Chocolate, molinillo, corre, corre
que te
pillo.
A estirar,
a estirar,
Que el
demonio va a pasar.
Si las hogueras estaban a punto de ser
prendidas. Hacíamos coros. Satanás también pretendía bailar alrededor de
nuestras almas. Aquella noche no iba a dormir. Era la fiesta del infierno.
El fuego era el protagonista….
Fragmentos de “La noche meiga” entresacado de mi libro “El séptimo cielo”, Anroart, 2007
Fragmentos de “La noche meiga” entresacado de mi libro “El séptimo cielo”, Anroart, 2007
facebook/rosariovalcarcel/escritora; www.rosariovalcarcel.com
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