artículo de Juan Cruz publicado en el periódico el país
Cataño estuvo marcado, como Casanova, por el impacto que tuvo en su generación el surrealismo que provenía de los grandes poetas o narradores de su tierra
José Carlos Cataño nació en La Laguna, Tenerife, en 1954, y viajó a Barcelona cuando tenía 23 años y los sueños intactos. Luego supo, como el personaje célebre de Ernest Hemingway, que la vida es una sucesión de sueños rotos, entre los cuales está lo que él más quiso, la poesía. Murió de un infarto este 9 de agosto, en Barcelona, el destino geográfico que eligió.
Se quería ir de la isla, donde estudió, donde publicó sus primeras narraciones y poemas, y donde ganó, con su amigo Carlos Pinto, el segundo premio de un concurso de novela (el Benito Pérez Armas) cuyo primer clasificado fue el ahora legendario joven poeta Félix Francisco Casanova. Casanova, la más encendida promesa literaria de las islas, falleció a principios de 1976, a los 19 años.
Esta otra aparición fulgurante de aquella generación, Cataño, estuvo marcado, como Casanova, por el impacto que tuvo en su generación el surrealismo que provenía de los grandes poetas o narradores de su tierra, como Agustín Espinosao Pedro García Cabrera. A Casanova y a Cataño los condujo a escribir la música, el jazz, esa poesía de la imaginación y del dolor, y también la ansiedad, a veces ingobernable, de dejar la isla a toda costa, de romper su presencia y de abrazarla a la vez. La isla, en el caso de Cataño, que se fue muy pronto de Canarias, siguió con él, como escribió Samuel Beckett para hablar de las ansiedades insulares, hasta el último instante de sus suspiros de transterrado.
Esa mezcla de repudio fiero y de imposibilidad de marcar para siempre la distancia se refleja en un libro que le publicó Pre-Textos en 2004, Los que cruzan el mar. Ahí esta, como se dice que le pasó a Pérez Galdós, descalzándose de las suelas isleñas, pero irremediablemente marcado por lo insular hasta lo más óseo del alma. Ese libro es una purga de su corazón isleño, pero es también un rebusque sentimental entre las razones que hicieran posible el regreso. Y el regreso se produjo, como si recuperara la respiración lagunera, isleña, y la devolviera en su poesía y en su narraciones. Su autobiografía, que está en toda su escritura, no se entiende sin esa dualidad de sus afanes: irse y volver, volver e irse, el eterno retorno que es la condición humana de los insulares.
Fue un poeta, y como tal siempre quiso ser reconocido y recordado. Pre-Textos acababa de publicar su colección completa de poemas (Obra poética 1975-2007), y ya estaba en su telar cibernético una entrega nueva, tanto de su narrativa como de su poesía. Era un escritor a tiempo completo, hasta cuando pasaba horas rebuscando inspiración o palabras en Els encants barceloneses de los que tanto habla en sus diarios.
Escribía para contar, para contar vivía. Su literatura es la de un paseante preocupado por la sombre difícil de sus pasos por la tierra. Era elegante y singular, un solitario que en sus diarios hace de la soledad un argumento, y de la defensa de la individualidad un alimento de su salto hacia el alma.
Cuando dejó Tenerife, en 1977, comenzó a escribir sus exilios, que publicó en 1994 con el título Escritos. Su poesía luego reafirmó su conexión indestructible con la tierra. A las islas vacías (1997) es un libro heredero de esa pasión contradictoria y generosa. Sus diarios (Los que cruzan el mar, ya citados) lo reflejan de cuerpo entero, con su paciencia de escribir, con su valor para sentir que los sueños intactos y los sueños rotos son partes semejantes del poema mayor que es la vida. Con respecto a su poesía, su editor, Manuel Borrás, nos habló desde Buenos Aires de “la coherencia singular” de la obra de Cataño. Fue, además, “un estupendo diarista”, con una personalidad “fuera de discusión”. Presa de la emoción por la despedida de su autor y amigo, Borrás remarcó su figura como “una personalidad fuera de discusión, un outsider siempre muy consecuente”.
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