Oliver Laxe: "El arte es mujer... La energía femenina es lo ambiguo, lo sutil"
Tras ser premiado en Cannes, el cineasta gallego ha convertido 'Lo que arde' en el acontecimiento secreto (cada vez menos) del cine español
Dice Oliver Laxe que le gustan las personas rotas. «Tienen grietas por las que pasa la luz», explica. También afirma que cuando rueda tiene siempre en mente una cruz. No por religioso, sino por preciso. En el eje horizontal, sostiene, estaría lo que pertenece a la causalidad, al relato, a lo físico, a la emoción. El vertical en cambio es el que llama a las sensaciones estáticas, a las propiamente artísticas. «Lo verdaderamente difícil e interesante es permanecer justo en el centro, donde se cruzan los dos ejes», afirma y sigue: «Los autores tendemos a despreciar las emociones. Y eso es porque las confundimos con las excitaciones, que es un poco lo que hace ese cine de la distracción y destrucción que nos rodea y que funciona como la bollería industrial. Todo es azúcar. Hay una obsesión por tener al espectador permanentemente excitado. Pero la excitación es algo que se va rápido. Como sube, baja. Tenemos prejuicios hacia las emociones y creo que hay que abandonarlos. Ahora, después de tres películas, entiendo que si a través de la emoción bloqueo la razón, consigo que las imágenes se acerquen de forma más natural al espectador».
Lo que arde o, mejor, O que arde, la tercera película del director gallego con Premio del Jurado en la sección Un Certain Regard de Cannes, llega al Reina Sofía de Madrid después de recorrer con paso quedo, pero firme, eso que el tiempo ha dado en llamar circuito comercial. En su modestia de cine profundamente ambicioso cuenta ya con más de 50.000 no tanto espectadores como creyentes. El cine español tiene en esta película su particular descubrimiento. Y secreto. Es cine que, por las llamas sin duda, deslumbra. Es cine contra el desarraigo. Es cine que busca, y a fe que encuentra, el reconocimiento. Es cine que quiere ser antes que nada una vuelta a casa. «Si no es maleducado, me voy a poner un poco religioso. El ser humano tiene un gran desgarro al nacer. Justo en ese momento se produce un vacío de amor que cada uno cubre a su manera. Clínicamente se llama neurosis. El modo de un artista es muy evidente: haces cine para gustar, para que te amen. Y lo que vale para mí, vale sin duda para el personaje de mi película», dice el director.
En efecto, y para situarnos, O que arde es la historia de un regreso. Benedicta, ya octogenaria, recibe a su hijo Amador que sale de la cárcel con un asertivo «Tendrás hambre». Sin dramatismo, como si no hubiera pasado el tiempo, como si no vivieran, los dos, sepultados por los años de condena, uno encima del otro, porque él incendió el bosque. Amador es lo que la prensa llama con el incendiario nombre de pirómano. A su manera, ese hombre, puro desarraigo, arrastra todas las culpas de un tiempo y una vida que desaparece. Las causas de los incendios son muchas. Casi tantas como las culpabilidades. Pero él, en su silencio, las posee todas. «Si te hacen sufrir es porque ellos también sufren», dice la madre. Le humillan porque quizá todos viven humillados.
Cuenta Laxe que lo que más le ha enraizado, lo que más le ha hecho sentir el peso de la tierra, es oír hablar a sus abuelos de los capítulos trágicos de su vida: muerte, hambre, emigración... «Cada verano, mis padres, que eran porteros en París, nos traían al pueblo donde transcurre mi película. Era la Edad Media. En el buen sentido. La gente respiraba una dignidad, una soberanía, una nobleza, una aceptación, un desapego... Una soberana sumisión. Y eso siempre me ha acompañado. Me acuerdo de llorar mucho en el colegio. Era muy frágil», comenta. No queda claro si habla de la película, de él, del personaje o de todo a la vez. Habla sin reparo, sin miedo a los gestos por fuerza desproporcionados de cada una de sus frases. No hay ironía, tampoco la impostura, quizá sí, inocencia, pero consciente. Entonces, ya no es inocencia.
Alrededor de los dos personajes, madre e hijo, el director compone un retrato elegiaco, casi apocalíptico, «un melodrama seco», tal como le gusta decir al director, sobre el poder de purificación de las llamas. Las llamas acaban con todo de la misma manera que anuncian la necesidad de un tiempo completamente nuevo. Su virtud salvífica coincide exactamente con su capacidad para la condena. El mismo fuego que mortifica a los pecadores ilumina a los puros. Y así. La película sorprende en su sencillez por todo lo complejo que esconde. Cada plano evoca mil maneras de hablar; cada historia esconde el relato entero de la humanidad. Si en Todos vós sodes capitáns, su película de 2010 estrenada en la Quincena de los Realizadores de Cannes, ensayaba un viaje al sentido mismo de la imagen de la mano de un profesor y sus alumnos cineastas, ahora la propia imagen se ofrece como una invitación al fondo de todos los misterios posibles. Al fin y al cabo, de eso se trata: de tocar la piel misma del misterio. Y arder con él. De la misma manera, O que arde se levanta contra muchos de los hallazgos de Mimosas, su siguiente película y premiada en La Semana de Crítica también en Cannes. Si aquella era una aventura hacia fuera, hacia el Atlas marroquí, ésta lo es hacia dentro; hacia lo profundo de un mundo que se desvanece.
A la cinta le asisten cuatro rodajes distribuidos entre el verano, el invierno y la procelosa captura del fuego. Y en medio, la prodigiosa fotografía de Mauro Hercé. Lo que se ve es el resultado iluminado de un trabajo de campo al borde mismo de las llamas y, por momentos, se diría que hasta dentro de ellas. La película arde tanto como quema. Pero si algo la distingue es el silencio atronador de cada uno de sus protagonistas. Más, pese a estar en segundo plano, el de ella que el de él. Benedicta es Meryl Streep, pero en bueno. «Los dos están rotos y por su cuerpo se ve la luz. Aunque, la verdad, la luz es un velo y, por momentos, es ella la que no te deja ver nada», comenta Laxe y, admitámoslo, despista. Pero era Benedicta de la que hablábamos. «Sí, es de ella y de ellas. Las mujeres están más conectadas con el mundo y con la tierra que los hombres. Son más soberanas porque aman por encima de todo», reflexiona, se detiene y sigue: «Confío en las mujeres y me dejo llevar por ellas. Estamos en un momento de inversión de valores radical. Estoy convencido de que hay que feminizar la mirada. Y eso significa que lo urgente es preparar al espectador no para que entienda las obras de arte sino que las sienta. El arte es mujer porque no es un lenguaje recto. No tiene ángulos ni luz siquiera. La energía femenina es lo ambiguo, lo exotérico, lo sutil. Lo femenino es el mundo de las sombras sutiles y lo masculino, de las sombras materiales. Vivimos en el imperio de la luz, en el imperio del sentido, y no sé si se puede reorientar esta decadencia. La misión del arte y del cine es recuperar esa energía que es femenina o no es». Y ahí, de momento, lo deja.
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