Mi patria:
un negro malpaís;
mi flor: una retama.
Beber agua de una fuente,
descansar bajo un pino,
tener la mar que me separa
de todo aquello que no quiero
y que me ata, Carlos Pinto Grote
mi flor: una retama.
Beber agua de una fuente,
descansar bajo un pino,
tener la mar que me separa
de todo aquello que no quiero
y que me ata, Carlos Pinto Grote
Cuando llegas a la isla de La Palma con lo primero que te tropiezas es con un paisaje potente engendrado por los fuegos, moldeado
por el mar y por la potente naturaleza de su tierra y de sus volcanes.
Te encuentras con
su color verde brillante de sus altos pinares que agasajan la neblina, con el
milagro de su luminosidad y su cielo tan hondo y limpio que sientes el
deseo de bañarte en él, como escribió Henry Miller en “El coloso de Marusi”
hablando de una de las islas griegas que tienen muchas similitudes con Las
Canarias.
Sí, porque La Palma con su mar también añil y su paisaje
volcánico logra que nos sintamos fundidos en el alma de sus rincones y en la
luz carnosa de aquel dios solar que llamaban Abora, que nos sintamos fundidos
en la belleza sencilla de sus casas acunadas con puertas y ventanas de madera,
con tejados envejecidos por el gozo de la lluvia, la humedad, el vaho y las
brumas que se filtran a través de la vegetación, de esas flores rojas,
amarillas o violetas que han pintado la historia de la isla.
Una isla en donde podemos pasar de la realidad al ensueño
con facilidad, del cielo enrojecido de
los atardeceres al silencio inmóvil de millones de estrellas aún desconocidas.
Donde podemos pasar del verde al gris, al color de la ceniza, a los territorios
inhóspitos del Malpaís en el que tienes la sensación de transitar espacios
deshabitados, de pisar las cicatrices del mundo, de pisar piedras labradas por
dioses de otros tiempos.
De pisar ojos tocados de una leve luz de tristeza que
recuerdan la soledad, la aridez y la pobreza de antaño, de pisar la nada.
Pequeños presagios, lavas y pedregales del siglo XV como los del volcán de
Tacande o el de San Antonio del siglo XVII, ocurridos ambos en la Cumbre Vieja
y colonizados actualmente por arbustos, palmeras y plataneras fascinantes que
crecen frondosas entre las huellas de mis abuelos, entre paredes de bancales y
matas rosadas de adelfas.
Entre ese himno calorífico que se transforma en lecho rugoso,
en fisuras y rocas de texturas y formas diferentes. En lavas del volcán de San Juan en el que ya contrasta el
verdor de los pinos, cactus y hierbas que afloran por las rendijas grises de la
erupción solidificada, por las arrugadas piedras del Malpaís y el rojo de la
toba volcánica. Un Malpaís que ya cuenta con una interesante flora y fauna en
un mundo que como decía Heráclito se originó en el fuego y terminará en el
fuego, en un fuego que, el filósofo griego apuntó que se encenderá con mesura y
con mesura se apagará.
Ese fuego venerado en todas las culturas, ese fuego que todo
lo quema y del que nacen también las cosas. Ese fuego del cielo que según
cuenta la historia bíblica abrasó a las dos ciudades de Sodoma y Gomorra por la
maldad y perversión de sus habitantes. Ese fuego como lugar y escarnio en la doctrina
cristiana a donde tenían que ir las almas después de muertas. Ese fuego que
robó Prometeo a los dioses para regalárselo a los hombres. Esa Troya ardiendo que
le dio pie a Homero a componer “La Ilíada”, uno de los libros más importantes
de la literatura.
Esos volcanes “continuadores de la creación” como el
Teneguía, el más reciente en la isla de San Miguel de La Palma que entró en
erupción el año 1971 en el pueblo de Fuencaliente, del que recuerdo haberlo
visto junto a mi tío Antonio Valcárcel cuando sus fauces mordieron el cielo y
su lava incandescente descendió poco a
poco hasta la costa y con su fuerza generadora amplió el territorio isleño.
Amplió la isla y a lo largo de su recorrido sus fogonazos
ardientes y el trémulo fluir de esas lenguas de fuego formaron un Malpaís mudo,
ciego, de color negro. Aún hoy desprovisto de vegetación y con rocas que
parecen esqueletos de la humanidad. Una metáfora en la penumbra. Una metáfora
de nuestra propia existencia.
Una naturaleza que se impone y triunfa sobre las vidas
efímeras que la compone, incluido el ser
humano. Un Fuego que me recuerda también al poema “Don Heráclito” del poeta
mexicano José Emilio Pacheco:
El reposo del fuego es tomar forma
con su pleno poder de transformarse.
Fuego del aire y soledad del fuego
al incendiar el aire hecho de fuego…
con su pleno poder de transformarse.
Fuego del aire y soledad del fuego
al incendiar el aire hecho de fuego…
Un Malpaís que semeja el interior de la tierra. Unos campos
de lava que han servido de plató cinematográfico a gran cantidad de cortos y al
rodaje de largometrajes de la historia. Un paisaje con profundos barrancos y la
Cumbre que cae abruptamente sobre la Caldera. Una costa que te subyuga por la
potente resonancia de su mar y por la cantata de las olas. Una isla en la que
podemos escuchar los latidos de su corazón, la memoria de sus emociones, la
serenidad protectora de su aura.
Una isla, La Palma, que me hace sentir que el tiempo no
transcurre y que quizás mi vida podría ser eterna.
Blog-rosariovalcarcel.blogspot.com
Si ser eterna porque se tiene el privilegio de vivir en un ensueño, en lo profundo del ser en el amanecer del sol en el atardecer en las mismas entrañas de la tierra.Fuego que no es fugacidad si no en estado puro de la naturaleza.También viví el volcán del Teneguía observe sus lavas oí sus roncos sonidos de fuego..por eso eso no puedo negarme al mundo a la llama inmortal
ResponderEliminarQué bien la describes, amiga. De mucha poesía.
ResponderEliminarAbrazo
sigo diciendo que no hay fugacidad en el fuego que sale de las entrañas de la tierra amigo José sigo esperando que mi mano se agarre al fuego ardiente de otras manos y así despertar cuando el abismo corría por los intrépidos silencios de la vida...
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