Recuerdo bien los días que subía mucho la marea.
foto de Concha Acosta cedida por Tino Armas |
El cielo que siempre lucia azul algunas
veces se volvía de un color violeta, misterioso como si escondiera una
tempestad. El lecho del mar se levantaba, se separaba de su piel, alcanzaba la
Avenida de Las Canteras, las casas, y me llegaba el olor a arena mojada.
Y Roberto y yo, igual que si fuéramos
espíritus vagando por el mundo, contemplábamos las figuras temblorosas que
formaban las olas. ¡Cómo danzaban! Escuchábamos soplar el viento y durante
mucho rato mirábamos como se agitaban las vertiginosas olas que se nos
acercaban, que se aventuraban por la playa.
La escena discurría muy deprisa y algunos
muchachos utilizaban de trampolín, la Avenida, la utilizaban por un lugar que
llamábamos el Muro Marrero. Y recuerdo también que con agilidad y destreza subían,
casi volaban igual que pelícanos por aquella cuesta escarpada y se lanzaban en
picado, uno a uno o en pareja, cogidos de la mano y con los ojos cerrados. Se
desasían de su cuerpo, se tiraban al agua, era una carrera sin freno. Otras
veces Roberto y yo nos pasábamos horas y horas, inmóviles observando y
escuchando los acrobáticos saltos que algunos chicos hacían desde una peana que
existía clavada en La Peña de la Vieja. Al llegar al mar el ruido resonaba en
toda la playa, resonaba tan fuerte que yo lo escuchaba dentro de mi cabeza como
un eco.
La pena fue que unos años más tarde vino
un temporal y se llevó el trampolín.
Cuando subía la marea, las olas alzaban
el vuelo, retumbaban alborozadas, se saludaban, y a mi me asustaba tanto que se
me detenía el alma. Entonces abrazaba a Roberto que era más fuerte. Él me
miraba, me sonreía y yo
comprendía que el mar era como un dios que lo controla todo: la vida, las
miradas, las caricias, nuestro amor.
Recuerdo bien los días que subía mucho la
marea.
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