Escrito de Ricardo Bada
Fuimos
amigos pero encontrarnos no nos encontramos personalmente nada más que dos
veces.
Nuestra
amistad se nutría de cartas, de tarjetas postales, de llamadas telefónicas.
Cartas mías que iban a París o a Saignon, cartas y postales suyas que me
llegaron de Nairobi, de Mendoza, de Viena, de Deyá/Mallorca, y también de París
o de Saignon.
En mi archivo tengo consignadas once cartas, cinco tarjetas postales, el manuscrito de Adiós, Robinson (todavía con el título de trabajo que él le dio, La isla de Juan Fernández, y luego lo cambió atendiendo una sugerencia mía) y un casete que contiene una fonocarta, una carta en la que no me escribe sino que me habla, me sigue hablando todavía, a treinta años de su muerte.
En mi archivo tengo consignadas once cartas, cinco tarjetas postales, el manuscrito de Adiós, Robinson (todavía con el título de trabajo que él le dio, La isla de Juan Fernández, y luego lo cambió atendiendo una sugerencia mía) y un casete que contiene una fonocarta, una carta en la que no me escribe sino que me habla, me sigue hablando todavía, a treinta años de su muerte.
Los textos
de las once cartas están reproducidos en los volúmenes cuatro y cinco de la
correspondencia del Gran Cronopio, en la Biblioteca Cortázar, de Alfaguara
(Buenos Aires, 2012). Además, en el apéndice del volumen cuatro aparece
asimismo transcrito, completo, el texto de la fonocarta.
Las tarjetas
se han publicado por primera vez ahora, en el admirable libro Cortázar
de la A a la Z, una iconografía riquísima y enriquecedora que lanzó
Alfaguara en Madrid, en enero de este año, editada por Aurora Bernárdez y
Carles Álvarez Garriga. Tengo las cinco delante, alineadas en el atril adosado
al monitor de mi computadora, y puedo datarlas casi todas, aproximadamente, ya
que cuatro de las cinco me las envió sin fechar y bajo sobre, muchos de los
cuales no poseo más.
(Aquí debo
hacer un paréntesis explicando que gracias a mi incesante intercambio epistolar
con escritores de nuestro idioma, y del portugués, y hasta del alemán —Ernst
Jünger, por ejemplo—, he podido hacer felices en sus cumpleaños a varios amigos
coleccionistas de autógrafos, a los que generalmente he regalado los sobres
manuscritos de cartas de Alejo Carpentier, Manuel Scorza, Mario Benedetti,
Jorge Amado, Ignacio de Loyola Brandão, Severo Sarduy, Augusto Roa Bastos,
Eduardo Galeano, Álvaro Mutis, Cristina Peri Rossi, Antonio Cisneros, Luis
Rafael Sánchez, Osvaldo Soriano, Juan Goytisolo, José Miguel Ullán…e tutti
quanti. Conservar he conservado pocos. Algunos por lo hermoso de la
escritura, como los de Ana Istarú, la poeta costarricense. Otros por algún
motivo llamativo, como los de Gonzalo Rojas desde Provo/Utah con estampillas
con la vera efigie de T.S. Eliot. De Julio Cortázar poseo tres: uno por el
remite mendocino —“Cortázar, andando por ahí”— y por lo señalado de la fecha en
la historia de su país, el 12 de marzo de 1973, las elecciones que volvieron a
darle el poder, ay, al peronismo; el segundo por una bellísima estampilla austriaca
con la escenografía de la opereta El barón gitano; y el tercero
porque también estaba dirigido a mi esposa, agradeciéndonos un regalo que le
habíamos enviado desde Colonia, dos meses antes de su muerte: fue la última
señal de humo que nos llegó desde el 9, Place du Général Beuret, Paris XV,
France.)
La primera
de las cinco tarjetas está datada el 15 de febrero de 1977, me la mandó desde
Nairobi, y cuando se refiere a Peter Handke es porque yo los presenté una noche
de septiembre del 76, en Fráncfort, durante la feria del libro. En una fiesta
organizada por los editores alemanes para sus autores latinoamericanos y
aborígenes, y a la que sólo tuvimos acceso dos periodistas (Dieter Zimmer, del
semanario hamburgués Die Zeit, y yo), en un momento ya avanzado de
la noche se me acercó Handke y me dijo que se había dado cuenta de que yo era
amigo de Cortázar y me pedía que se lo presentase: “Es uno de mis ídolos”,
añadió. Cosa que hice a renglón seguido, presentarlos, para inmediatamente
esfumarme, a fin de que pudieran conversar a solas.
En la
segunda, la única cuyo texto no aparece reproducido en las ilustraciones de
este artículo, me cuenta lo siguiente: “Querido Ricardo, me divertí mucho con
la cassette de Robinson y te agradezco la gentileza de enviármela. A partir de
enero estaré bastante ‘fijo’ en París. Si venís, avisá con tiempo para por fin
vernos. Un abrazo, Julio. Confío en que te guste esta foto”. Con la posdata se
refiere a la foto de la postal, perteneciente a una serie que se titula, en
francés, “París, el pasado que se va. Pequeños placeres parisinos”.
(Aquí se
hace necesario un nuevo paréntesis para explicar la génesis de Adiós,
Robinson. En 1976, en la emisora alemana Radio Deutsche Welle, donde me
desempeñaba desde 1965 como redactor especializado en temas culturales, propuse
la realización de una serie acerca de algunos lugares famosos gracias a la
literatura universal. La propia ciudad de Colonia, sede de la emisora, era el
escenario de El honor perdido de Katharina Blum. Y Danzig de la trilogía
que comienza con El tambor de hojalata. Postulé asimismo la
inclusión en la serie de lugares como La Mancha de Don Quijote, la isla de Juan
Fernández donde se desarrolló la verdadera odisea de Robinson Crusoe, Salvador
de Bahía donde las andanzas de Gabriela-clavo-y-canela, y por último Trinidad,
para cuyo tratamiento sugerí contratar a Naipaul, un nombre que hizo fruncir
las cejas a mis colegas en señal de perpleja ignorancia. Pero los de 1976 eran
tiempos de bonanza económica en Alemania y en nuestra emisora, y mi proyecto se
aprobó sin más, con lo que me encontré teniendo como autores del mismo a
Heinrich Böll, Günter Grass, Camilo José Cela —para La Mancha—, el buen V.S.
Naipaul, Jorge Amado y Julio Cortázar, traductor al castellano del libro de Defoe.
Es el único texto que Julio escribió directamente para la radio, y fue por un
encargo mío del que me siento orgulloso. Tanto más cuanto que entonces sólo
Böll era Premio Nobel, y hoy en día son cuatro los autores Nobel con los que
armé mi serie. Y el que Amado y Cortázar no lo recibieran, ese es un capítulo
del que prefiero no hablar. Fin del paréntesis.)
La tercera
postal llegó desde Deyá/Mallorca, donde Carol y Julio veraneaban en la casa de
Claribel Alegría, la gran poeta salvadoreña de cuyas mellizas los Cortázar eran
los padrinos. Y en ella Julio se alegra de que le haya enviado la traducción
de Adiós, Robinson al neerlandés, nada menos que por Barber
van de Pol, la trujamana de Rayuela al idioma natal de
Spinoza. En cuanto al tema de la postal, no lo entendí, así que no me gané los
diez puntos, pero sí averigüé que la Mascarada Soutelina era una danza típica
del carnaval en las provincias vascongadas.
(Por cierto
que la primera vez en mi vida que supe de Claribel Alegría fue por una carta de
JC remitida desde Deyá/Mallorca, donde estaba de vacaciones, justamente en la
casa de ella, como cuando me envió esa tercera postal con adivinanza. La carta
está fechada el 12 de agosto de 1979, y dice: “Quisiera saber si en la radio
alemana habría posibilidad para colocar algún texto radiofónico de ficción
[radioteatro]. Hay aquí dos amigos, la poeta Claribel Alegría y su marido Bud
Flakoll, que se interesaron por una posibilidad. Bud hizo textos en inglés en
U.S.A. y Claribel escribe novelas y cuentos, además de su bien conocida poesía.
Si puedes conectarlos con alguien o darles alguna información para guiarlos, te
quedo desde ya muy agradecido. Son amigos de talento, a quienes quiero y
respeto”.
Seis años
después, en 1985, febrero o marzo, Diny y yo viajamos a Mallorca para pasar
unos días con Claribel y Bud en esa casa de Deyá desde la que JC me había
escrito seis años antes, presentándome a estos dos entretanto amigos
entrañables. Ya para aquel entonces, cuando les escribía, lo hacía nombrándolos
“ClariBud”, porque nadie que los haya conocido y visto juntos podría negar que
eran en verdad un águila de dos cabezas.
Son tres los
principales recuerdos que atesoro de aquellos días mallorquines, con
independencia absoluta de los periplos turísticos que nos brindaron (incluyendo
la obligada visita a la cartuja de Valldemosa y toda la parafernalia
chopiniana), y también con absoluta independencia del hecho de que Robert
Graves, su vecino y amigo, traducido por Claribel al español, se encontraba ya
tan postrado que hubiera sido un dolor innecesario conocerlo personalmente.
Y uno de
esos tres recuerdos imborrables de aquellas jornadas tiene que ver con la
primera noche que dormimos en la casa, y fue que al ir a acostarme constaté que
no tenía ningún sentido hacerlo en la cama donde ya reposaba Diny, por la
sencilla razón de que tendría que plegarme casi como un 4 si quería dormir
dentro de la susodicha, razón por la cual me aovillé en el sofá enfrente. A la
mañana siguiente, durante el desayuno, le pregunté a Claribel que cómo hacía
Cortázar, harto más largo que yo, para ahormarse en esa cama donde yo mismo no
cabía. “Se plegaba en dos”, o algo así, fue lo que me respondió.)
La cuarta no
la puedo ubicar cronológicamente, pero me late que sí es la cuarta, porque en
ella —que debe haber venido acompañando una carta, lo que explica la falta de
firma— Julio ya me trata como compinche de bromas verbales: “Espero que admires
con qué majestad me apoyo en el bastón. (Y el chiste involuntario de un francés
ignorante: ‘Sentado… Sitting Bull!!’”)
La quinta y
última nos la mandó a mi esposa y a mí —como dejé dicho más arriba, hablando
del sobre— el 14 de febrero de 1983, fecha del matasellos, exactamente dos
meses antes de su entierro, y en ella nos agradece un cordial envío que hemos
tratado de recordar qué fue, pero sin éxito.
Nos habíamos
encontrado en París una semana antes, durante un congreso de solidaridad con
Nicaragua, y el último día fuimos a almorzar juntos. Durante la conversación
descubrimos que él en realidad siempre había estado en Alemania de paso y casi
sin detenerse, excepto los dos o tres días de la feria del libro del 76, cuando
por fin nos conocimos personalmente. Y nos contó además que en cierta ocasión,
yendo de camino a Viena, se detuvo a pernoctar en Múnich, y a la mañana
siguiente, antes de continuar el viaje, acudió a visitar la Pinacoteca… y a los
cinco minutos de entrar lo había detenido la policía. Fue el día en que un
obseso sexual regó con vitriolo uno de los grandes cuadros de Rubens que hay en
el museo muniqués, y hasta que la policía no dio con el culpable, todos los
visitantes del mismo, Julio entre ellos, contaban como sospechosos.
Le pregunté,
pues, si le gustaría pasar un par de meses en Berlín, becado por el DAAD, es
decir, el Servicio Alemán de Intercambio Académico; me dijo que sí, y al día
siguiente, apenas hube regresado a Colonia, me puse las pilas y llamé a mi
amiga Barbara Richter y quise saber —una pregunta retórica— si les interesaría
tener a Julio Cortázar como becario durante algunos meses. La respuesta fue tan
entusiasta que lo único que restaba era acordar la fecha.
Iba a venir
en mayo o en octubre de ese 1984. Pero no pudo. La única de sus citas
inaplazables estaba fijada para el 12 de febrero, en París. Y el resto es
silencio.
Ricardo Bada: Escritor y periodista, residente en Alemania desde 1963. Editor en ese país de
la obra periodística de García Márquez y los libros de viaje de Cela, y autor
de Don Enrique, la única antología integral en castellano de la
obra de Heinrich Böll., De la revista Nexos, México D.F.
Me ha gustado. Es muy bonito y a la vez triste, casi como una flor de cerezo levitando hasta alcanzar el suelo. Quizás no haya ayudado que lo haya leído con música triste de fondo (maldito Efecto Kuleshov), pero he de reconocer que me ha hecho soltar una lagrima por la persona muerta, no el literato desaparecido.
ResponderEliminarCortazar está presente, no porque su centenario, que promueven algunos a bombo y platillo, sea de actualidad. Total, son periodistas que tienen que llenar sus cuartillas, sea con quien sea. Ahora he vuelto a Rayuela, no por su centenario, repito; era un viejo compromiso. La leí con 16 años ávidamente, como un gran poema. Sigue siendo un gran poema, que releo más plácidamente.
ResponderEliminarUn magnifico relato de los diversos contactos del autor de este escrito con Cortazar, tanto personales como a través de cartas y dada su condición de impenitente viajero, mayoritariamente a través de tarjetas postales, donde nos cuenta diferentes aspectos y relaciones de su vida y que Rosario ha tenido el buen gusto de acercarnos a este prestigioso escritor, que ya nos abandonó en 1984.
ResponderEliminar