Aunque ya nada pueda devolver
del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no hay que afligirse
porque la belleza
subsiste en el recuerdo.
W.Wordsworth, Esplendor en la
hierba
Se aproximaba el solsticio de
verano.
Creía que me había olvidado, que vivía en
Alemania, que tenía novia, que se había casado, que estaba loco.
No creo en las casualidades; yo paseaba de un
lado a otro, aprovechaba mis días de vacaciones cerca de Vigo, era la ocasión
para estar contenta, pero soñaba con tropezarme con él
Playa de Las Canteras. Las Palmas de G. Canaria.
De pronto una sensación extraña se apoderó de mí, percibí un calorcillo agradable, la proximidad. Volví la cabeza y él estaba allí, en su tierra, bien plantado, no cabía dentro de su alegría. Se acercó, le sonreí sorprendida. Comenzó a andar a mi lado como si hubiéramos retrocedido en el tiempo.
-¿Te acuerdas de mí?
-¿Te acuerdas de mí?
-Claro, -Estamos en la fiesta de San Juan no en los
carnavales, donde nadie se conoce….
Me miró
con sus ojos oscuros. Estaba cerca, muy cerca. Aproximó sus manos a las mías,
las tenía calentitas. Acarició disimuladamente un dedo, luego otro. Apretó mi
mano, disimulé el temblor. Rodeó mi cintura con sus manos, me envolvió. Lo
percibí intensamente. No hice ningún movimiento de rechazo. Parecía el héroe
que regresa victorioso…
No
podía creer que me había abandonado.
Resultaba increíble que estuviéramos otra vez
juntos, después de tantos años…. Brindamos una y otra vez, por el
más delicioso de los
encuentros:
-¡Chin
chin, -dije yo.
-Por nuestro futuro -añadió él.
Allí estábamos los dos, nos carcajeábamos. La
ausencia se escapaba. Parecía una fiesta bacanal…
La verbena se celebraba en la playa de
Panxón. En la arena las tinieblas nos observaban, parecía que estábamos a punto
de contemplar un eclipse total. Dos hogueras grandes comenzaron a inflamarse.
Se movían dentro del agua, los rayos láser alumbraban la hora mágica de la
noche de San Juan. Pensé que medio país estaba haciendo el amor.
Brotaron las hogueras como
surtidores de acuarelas, y el ruido de los petardos, cohetes y bengalas se oyó
por toda la ciudad.
El
alma del cielo se liberaba, lucía vestida de miles de colores. Sentí
escalofríos y él me pasó el brazo por encima… Regresó la música, el eco
conquistó las voces. Todos bailábamos de una forma enardecida, abrazados a
nuestras parejas sin pronunciar una palabra girábamos y girábamos. Las meigas
acompañadas de un enorme griterío, invadían el Paseo Marítimo…
De pronto parpadeé y tuve la impresión de
retroceder a través del tiempo, de regresar a los primeros años de mi infancia
en la isla. Nos pasábamos varios días recogiendo trastos viejos por todo el
barrio, preparando la base de la hoguera. Recorríamos las casas de los vecinos
y coleccionábamos gran variedad de enseres. Era la ofrenda a las llamas: ropas
inservibles, sillas viejas, mesas destartaladas, cajas que quizás contuvieron
cartas secretas, revistas y periódicos que nunca se leyeron, pedazos de
mobiliario llenos de historias. Debíamos quemar el mal.
Por
las calles los papahuevos anunciaban la fiesta. ¡Me divertía tanto corriendo
tras ellos! Sonaban tambores, maracas y cornetas. Yo desfilaba. Ellos bailaban,
saludaban se acercaban a los niños. Se abalanzaban. Los asustaban.
En la arena hicimos un montón con los cachivaches que habíamos recolectado. Era la noche para la liberación, para exorcizar malos tiempos. El chico que más me gustaba me cogió la mano, me la apretó… No me retiré; al contrario, se me escapó una sonrisa en forma de pompas de jabón. Una sensación acariciante, me quedé rígida. En ese momento decidí que no me lavaría la cara en un año. Me tembló el corazón, sabía que eso era pecado. Yo quería ser virgen hasta que me casara. ¡Cuántas cosas bonitas me decía!
Las parejas que habían bajado a la arena anhelaban que oscureciera, los chiquillos del barrio practicaban canciones, saltos y brincos. Jugaban se divertían. Esperaban que pronto ardieran las hogueras y escalaran alto, tan alto como las casas. Que se abrieran de par en par los castillos fantásticos y que las princesas encantadas se desencantaran. Esperaban que dieran las doce.
En la arena hicimos un montón con los cachivaches que habíamos recolectado. Era la noche para la liberación, para exorcizar malos tiempos. El chico que más me gustaba me cogió la mano, me la apretó… No me retiré; al contrario, se me escapó una sonrisa en forma de pompas de jabón. Una sensación acariciante, me quedé rígida. En ese momento decidí que no me lavaría la cara en un año. Me tembló el corazón, sabía que eso era pecado. Yo quería ser virgen hasta que me casara. ¡Cuántas cosas bonitas me decía!
Las parejas que habían bajado a la arena anhelaban que oscureciera, los chiquillos del barrio practicaban canciones, saltos y brincos. Jugaban se divertían. Esperaban que pronto ardieran las hogueras y escalaran alto, tan alto como las casas. Que se abrieran de par en par los castillos fantásticos y que las princesas encantadas se desencantaran. Esperaban que dieran las doce.
Chocolate, molinillo, corre, corre
que te pillo.
A estirar, a estirar,
Que el demonio va a pasar.
Si las hogueras estaban a punto de ser prendidas. Hacíamos coros. Satanás también pretendía bailar alrededor de nuestras almas. Aquella noche no iba a dormir. Era la fiesta del Infierno.
El fuego era el protagonista…
Fragmentos de “La noche meiga” entresacado de mi libro “El séptimo cielo”
foto: FIESTAS FUNDACIONALES DE LA CIUDAD DE LAS PALMAS DE GRAN CANARIA. Foto: J. Péres Curbelo
Blog-rosariovalcarcel.blogspot.com
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