Se ha ido. Poco a poco lo voy perdiendo en esa distancia que
va marcando el olvido. Se me borra su rostro lentamente, sobre todo el que hace
tiempo dejé de ver por circunstancias ajenas a los dos. Y me vuelve el de
entonces, el de hace años, cuando coincidíamos en actos literarios, en
conferencias o en jurados de poesía; cuando caminaba algunas veces con él por
La Laguna o cuando nos
encontrábamos en El Ateneo.
Pocas palabras para hablar
de literatura o de su corazón tan cansado a veces. Tan triste. Porque Juan José
Delgado era un hombre afable y algo triste o eso me parecía. Yo no era su
amiga. Era solo una escritora que lo respetaba y admiraba. Una editora que
había puesto en las vitrinas de las librerías un libro suyo de poemas, Un
espacio bajo el día, editado por Ediciones La Palma en 1996 dentro de la
colección La Caja Literaria de CajaCanarias.
Para mí era eso: unos poemas leídos desde la lejanía y una figura que aparecía y desaparecía de las calles de una hermosa ciudad. Un ser humano al que estimaba por su quehacer y sus pensamientos. Un intelectual apacible, sin estridencias, medido en sus opiniones y con carácter a la hora de defender un criterio. Me gustaba y no podía evitar contemplarlo a través de sus versos. Y cuando él hablaba en alguna reunión a la que yo tenía que asistir, escucharlo era como una reproducción exacta de lo que había encontrado en sus poemas: la cadencia, la armonía, la paciente tonalidad de su voz que era como un susurro, ni alta ni baja, ni dura ni débil. Tajante siempre, segura siempre, como si hubiera meditado cada sílaba antes de pronunciarse igual que hacía con sus poemas. Tan ciertas las unas como los otros. Tan consecuentes los versos con las ideas. “Cada noche te arrancan las techumbres, / así aprendes por el cielo tus probables rutas de mañana. / Y, pasito a paso y en silencio, proseguirás muriendo por el mundo”.
No. No conviví con él lo necesario como para decir que era mi amigo. Pero si lo suficiente para decir que lo apreciaba de verdad. Me inspiraba tal consideración que no solía abrir mi boca cuando él estaba presente y quizá por eso nunca supo lo que llegué a valorar un análisis suyo a la hora de producirse una situación embarazosa; a la hora de calificar a alguien o a algo; a la hora de regalarnos su sonrisa cuando hablaba de cosas intrascendentes o cuando alguna vez paseamos juntos mientras él y mi santo hablaban sobre sus corazones y las costumbres que sus corazones les obligaban a soportar. ¡Tanta pena y tantas risas!
La Opinión de Tenerife. Martes 12 de septiembre de 2017
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