…La abuela había
crecido en unos tiempos difíciles. Nunca fue universitaria, pero te encantaba
oírla hablar de teatro, de música o geografía de una forma poco académica, con
la frescura y la libertad de quien aprende por placer y con la vida misma. Me enriquecía con sus diálogos sutiles, su estética pintoresca y folklórica sobre
cualquier tema. Tampoco accedió a lo que llaman el mundo del trabajo; qué
ironía, pues su vida fue un continuo bregar sin traspasar las paredes de su
casa. En aquel castillo estaba su mundo. Nunca se le oyó quejarse del puesto
que la sociedad le había reservado, quizá no se veía en una oficina.
Si alguien le
preguntaba cuáles eran sus ocupaciones, se limitaba a contestar que ella era una
mujer de su casa. Mañana, tarde y noche, sin derecho a vacaciones ni a bajas
temporales.
Muchas horas viví
por suerte junto a la abuela y a menudo en mi memoria aparece su presencia
envolvente. Me paraliza recordar como manejaba las relaciones humanas y, su rostro me parecía
aún más hermoso que el de otras abuelas: sus ojos inquietantes, la piel blanca,
aterciopelada, pero tan diferente al de su juventud. Su paisaje había estado
expuesto a la vida que le tocó vivir.
―Qué ganas tengo de
darme un viaje.
Soñaba con visitar
Escocia, sus lagos, riachuelos y verdes montañas. Pero aquella espléndida
excursión siempre se aplazaba.
La crianza de sus
hijos y la mirada hacia atrás la habían sumido en un mar de frustraciones y
nostalgias. La llegada de los nietos la liaron en una repetición de su destino,
pero lo tomó con una actitud más placentera y gratificante. No era muy dada a
las efusiones, pero regalaba su existencia día a día.
Algunas tardes, mientras
me acariciaba el pelo y me estrechaba contra sus pechos, se sentía fuera del mundo. Entonces me
enseñaba su álbum de fotografías y postales antiguas, porque necesitaba
desempolvar su historia. En aquellas imágenes aparecían muchas mujeres
realizando tareas domésticas, tanto en el frente de la guerra como en la
retaguardia. Y yo le preguntaba si su madre y la madre de su madre habían
trabajado.
―Claro –me
respondió. Pero sin sueldo; habían vivido tiempos aún más difíciles, cuando
debían trabajar las tierras además de cuidar de sus hijos, de sus casas y de
los familiares de más edad, a quienes debían atender en su propio hogar. Sólo
el trabajo en los talleres de confección fue considerado una industria de
guerra, y tuvo un poco de remuneración.
Cuando alguien se
ponía enfermo, la abuela sacaba su temperamento decidido y establecía normas y
cuidados, tuviese o no importancia la enfermedad. Separaba la loza y los
cubiertos del enfermo, cambiaba la cama a diario, preparaba alimentos
reconstituyentes: sopas de gallina y trozos de pan con tropezones de
mantequilla para engordarnos, pues se preocupaba por la delgadez de esta
familia. Además estaba al pie de la habitación hasta que el enfermo se
recuperaba del todo. ¡Ah, y en mis camisillas me cosía unas bolsitas de
alcanfor. Me protegía de los catarros!
A la hora de
dormirme, me sentaba en el filo de la cama. Nunca se tumbaba junto a mí, sino
que permanecía cerca, para recordarme mis oraciones. Su fuerte siempre fueron
las relaciones sociales y en algún momento también las divinas. Juntas repetimos algunas estrofas. Espantamos los miedos de la oscuridad, mientras con
la mirada colocaba todo en su sitio.
Cuando el abuelo se
jubiló, el porvenir le empezó a sonreír y por fin pudo ver algunas de las
maravillas con las que había soñado. Estuvo en los Campos Elíseos, la catedral
de Notre Dame, los puentes del Sena. Nunca olvidó el barrio bohemio de pintores
de Montmartre, ni los palacios de Sissi en las afueras de Viena. Sus viajes
estaban hechos de momentos únicos.
Los hijos se habían
marchado hacía ya muchos años, los nietos ya habían crecido y la abuela comenzó
a sentirse sola. Sus fuerzas languidecían pero no deseaba renunciar a sus
obligaciones, voluntariamente asumidas. La soledad empezó a ganar terreno, las
sombras se derrumbaban.
―Ya no le soy útil a
nadie. Y como no soy eterna...
En su cabeza se barajaban frustraciones y añoranzas. Su corazón estaba cansado de luchar contra
el desaliento y por eso quiso cruzar el horizonte, dejar atrás los cumpleaños,
jugar otra vez en el mar y abrir de par
en par la ventana para alcanzar las estrellas.
Fragmento de mi
libro: La Peña de La Vieja y otros relatos.
Foto: Mi cumpleaños
con padres,( después abuelos), hermanos y amigos.
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