Arqueó su boca al bajar los ojos sobre la tricota azul que
llevaba puesta. Desde hacía días, una aprensión inmensa crecía
insospechadamente por todas las cosas que lo rodeaban. A veces era una corbata,
a veces era una tricota o un traje que le parecía que provocaba su desgracia.
Había jurado analizar los hechos y las coincidencias para poner fin a sus
dudas.
Desde esa mañana de invierno en que había salido de Buenos
Aires, no hacía ni tres días, dejaba abierta para las traiciones una extensión
que llegaba hasta el día de su nacimiento. Aquella ausencia pesaba sobre él
varios meses atrás, como una fatalidad imprevisible; tenía que ir a revisar el
campo; no podía escapar a su destino, y dócilmente se había ido en un tren que
lo mataba de una estación a otra.
Pasó la mano por su frente, y al sentirse despeinado, supo
que estaba en el campo. Había estado hasta entonces sordo al silencio que
hacían los árboles en torno de la casa, sordo a la claridad del cielo, sordo a
todo, salvo a la turbación que lo habitaba. Ya no se acordaba más: cuando era
chico, en esa estancia le gustaba tener que cruzar la noche alumbrada por una
lámpara de kerosene o por la luna, para llegar desde el comedor hasta el cuarto
de dormir, y esa felicidad lo había llevado siempre de la mano al cruzar el
patio. No había sido nunca chico aquel día.
Súbitamente, se daba cuenta de que vivía rodeado de la
enemistad de las cosas. Se daba cuenta que el día que había estrenado esa
tricota azul con dibujos grises (que su madre le había mandado hacer), su novia
había estado distante paseando sus ojos inalcanzables por épocas misteriosas y
escondidas de su vida, que la hacían sonreír una sonrisa tierna, que a él le
resultaba dura como de piedra donde caían de rodillas las súplicas, "¿En
qué piensas?"; y ella había tenido un gesto de impaciencia, y esa
impaciencia había crecido con resorte al contacto de sus gestos, al contacto de
sus palabras. En ese momento ya no sabía caminar sin tropezar, no sabía tragar
sin hacer un ruido extraordinario y su voz
se había desbocado en los momentos que requerían más silencio. El odio o la indiferencia que había levantado aquel día estaban ahí delante de él palpables y sólidos como una pared de piedra.
se había desbocado en los momentos que requerían más silencio. El odio o la indiferencia que había levantado aquel día estaban ahí delante de él palpables y sólidos como una pared de piedra.
Más tarde, cuando volvió a su casa, recordó que al
desvestirse había sentido como una liberación. Llamó el teléfono, y la ternura
de su novia era para él solo: una cama donde uno se duerme cuanto uno está muy
cansada
Silvina Inocencia Ocampo, nació el 21 de julio de
1903 y murió el 14 de diciembre de 1993) fue una escritora, cuentista y poeta
argentina. Su primer libro fue Viaje olvidado (1937) y el
último “Las repeticiones”
publicado póstumamente en 2006.
Silvina Ocampo se casó con Adolfo Bioy Casares. Formaron una pareja particular. Ella, extraña y celosa, perdonaba todas las
infidelidades de un hombre que, a pesar de todo, dicen que la adoraba.
Antes de consolidarse como escritora, Ocampo fue artista
plástica. Estudió pintura y dibujo en París donde conoció, en 1920, a Fernand
Léger y Giorgio de Chirico, precursores del surrealismo.
Recibió, entre otros, el Premio Municipal de Literatura en
1954 y el Premio Nacional de Poesía en 1953 y 1962.
Foto: matrimonio entre dos grandes escritores, que fueron una pareja fascinante, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares
facebook/rosariovalcarcel/escritora
Un cuento diferente de una escritora muy apreciable. Lenguaje y escenografía son destacables
ResponderEliminarLa verdad que es un relato muy acercado y ajustado a las personas que se sientan identificados con su obra.
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