Es posible que durante cinco años Fernandodelgado y Manolito fueran la pareja más popular de la radio española. Eran muchísimos los oyentes que los sábados y los domingos a las doce menos diez se quedaban sentados en la cocina escuchando el diálogo medio loco, tierno o impertinente de aquel señor de voz extraordinaria y el niño carabanchelero. Con la misma concentración con que nuestras abuelas se arrimaban al aparato a escuchar el serial, seducidos por la misma magia de antaño. Aquellas conversaciones son hoy valiosos recuerdos para varias generaciones que inauguraban los fines de semana con la voz del Pequeño Ruiseñor entonando Campanera. Fernando había escuchado al Gafotas en la madrugada de RNE y se le ocurrió que aquellas historietas de un niño con acento de barrio podían ser la chispa de su A vivir que son dos días. A la guionista que era yo le sorprendió la propuesta porque no veía claro cómo podían entonar aquellas dos voces. Pero la radio es puro milagro, más aún cuando no se veía a través de los móviles, y aquel dúo de seres tan dispares fue encajando y transformándose en una pareja clásica de payasos: el grandón sabelotodo y el pequeño que le saca ventaja con su rapidez verbal.
Ahora creo que el secreto del éxito de aquella pareja cómica fue que Fernando creía ciegamente en la existencia de Manolito. Él mismo era como un niño, uno de esos niños inocentones que se creen hasta los trucos más torpes del mago. Su actitud era tan sincera que no dejaba de sorprendernos: era capaz de reírse de verdad, de emocionarse de verdad y de enfadarse de verdad. Alguna vez, tras una intervención del niño impertinente se quedó mustio y la guionista del espacio que yo era lo llamaba por la tarde y le decía: “¡Pero Fernando, que es de broma!”.
No fue necesario convertir a Fernando en personaje porque en sí ya lo era: se trataba de un hombretón con el alma de un crío con la extraordinaria cualidad de hacer que todas las personas que trabajaban con él lo protegieran, se implicaran en sus problemas cotidianos y le trataran como se trata a un tío torpón al que hay que mimar y cuidar para que no se le caigan las cosas de las manos y no provoque un desastre doméstico. Cuando Fernandodelgado y Manolito representaban su teatrillo en el estudio los compañeros dejaban sus tareas y se quedaban pegados al cristal. Era esa emoción en estado puro que solo se produce en un estudio de radio. Al acabar, tirábamos los guiones a la papelera y emprendíamos el camino a casa. Vivíamos muy cerca. A Fernando no le cabía en la cabeza que una vez terminado el espacio el niño se hubiera esfumado y, no miento, me tomaba de la mano o del hombro con esa fuerza descontrolada de los hombres grandones para cruzar la calle. De nada me valía desprenderme de su mano, había algo que aquel personaje logró despertar en él, una especie de sentimiento de paternidad ante el que yo me rendía.
Cada vez que lo vi a lo largo de estos años se despertaba entre nosotros un eco de aquella tiernísima complicidad. Escribo ahora esto con gran dolor de corazón. Puedo verlo alejarse, aliviando su cojera en el bastón y llevando de su mano a un niño.
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